Experiencia imperdible la de perderse entre los cientos de puestos de comida de este rincón de la China.
Olores cuyo origen me resulta imposible detectar inundan la atmósfera. Nada se parece a lo que estamos acostumbrados a comer.Quiero probar todo, pero cuando finalmente me animo a comprar una bolsa de «algo» que parece deshidratado, mi paladar recibió un golpe de picor que me hizo desistir. El picante acá es extremo, no para flojitas como yo. No bajé los brazos y me animé con un gusano frito y unos fideos chinos con cerdo.
El espectáculo me atrapa, ojalá lo guarde para siempre mi memoria.
En casi todas las cuadras se improvisa un karaoke desafinado, con apenas un celular, un parlantito y un micrófono.
En un momento me sorprende una melodía increíble, leve como un pajarito saltando en el agua. Me esfuerzo para encontrar a la dueña de esa voz extraordinaria hasta que la veo: una muchacha ciega, de ojos hundidos. Lleva en una mano el micrófono y con la otra se aferra a la mochila de su guía. Él también parece ciego, con un ojo que no se queda quieto y el otro apuntando hacia el cielo. Increíblemente, en una cadencia tan suave como la canción, el bastón blanco les marca el sendero entre la multitud, sin rozar las peligrosas ollas con aceite hirviendo, las brasas y el fuego vivo de las parrillas, las motos que zigzaguean hasta en las veredas. Sonríe y es una tajada de sandía en medio de su cara feliz de luna llena.