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«Un cigarrillo, por favor», escrito de Francisco Faure

Tenemos el agrado de presentarles a Francisco Faure en esta sección de Cultura donde publicaremos semanalmente sus escritos.

Los textos, ya lo verán, son a veces inquietantes, otras veces interpelan, hacen preguntas, cuentan historias que dejan pensando o sonriendo o callando pero siempre desde una humanidad que sorprende, con empatía que conmueve y esa lucidez que dan ganas de seguir leyendo.

Hoy se presenta para los lectores de la Revista del Siglo y luego nos deja un texto que tituló «Un cigarrillo, por favor».

Los nombres, las edades, y el resto de estampas similares que llevamos impuestas no dicen absolutamente nada sobre nosotros. No somos formularios. Esto de introducirse a uno mismo funciona como cualquier otro mecanismo de iniciación; no son las características en sí lo que importan, sino lo que hacemos con ellas. Nada diría de mí que yo simplemente soltara mi nombre, Francisco en este caso, o incluso mi apellido, Faure, que es tan solo un sello para identificar un lazo sanguíneo; tampoco podría saberse mucho de quien escribe si solamente contara que fui nacido y criado en la ciudad de Rosario, así, a secas. Por otro lado, muy diferente sería mencionar por ejemplo que, en realidad, el Papa se atrevió a robar mi nombre, pero que nada tengo que ver con él. Que desde la infancia recorro las calles de una ciudad fluvial nocturna que no descansa nunca, y que a veces me escapo a las islas atravesando como una flecha asustada su caudaloso río marrón. Que tengo 26 años pero me sigo embriagando como si tuviera 20; sí, que me siento mucho más joven, aunque quizás no lo parezca. Que desconfío de los colores porque en mi vida he visto más tinta que sangre, porque mis recuerdos más queridos iban a parar siempre a una hoja en blanco, y que, a pesar de recordarme todos los días frente al espejo la banalidad de lo que aparento, me acuesto sabiendo que el mañana me dará la chance de escaparle a las viejas formalidades.
Un cigarrillo, por favor

Estaba tirado en la playa tranquilo escuchando los chili peppers cuando sentí la necesidad de comer algo, tenía mucha hambre. Me dirigí al Mc Donald más cercano porque al parecer me encontraba hambriento de comida chatarra.

Entré sin prisa, seguía escuchando música. Pedí la comida y esperé. Me senté afuera porque el día hermoso que estaba haciendo lo ameritaba. Alejado en el patio sentado en un banco me encontraba yo cuando un chico que no superaba los doce años empezaba a acercarse a las mesas pidiendo algo para comer. Nadie le daba bola. Cuando se acercó a mí me dejo un cartelito el cual decía que era sordomudo, gesticulando con sus manos asumí que me estaba pidiendo algo para tomar, ya que acompañaba sus gestos con una tos leve, imitando al calor. Le dije que no como el resto de los panza llena de las mesas vecinas. El chico zapateo el piso y emitió un sonido con sus labios que eran totalmente similares a gritar en voz alta “la puta madre” y siguió su rumbo.

Me sentí muy mal. Lo cierto es que tenía hambre nada más, por lo que pensé en dejarle la gaseosa. Lo seguí con la mirada para no perderlo de vista mientras él iba mesa por mesa sin obtener más que un “no tengo nada” de parte de los comensales. Seguía emitiendo el mismo gesto de estar totalmente podrido de andar mendigando con un calor horrible.

Seguía intentando, iba mesa por mesa, gesticulaba, sonreía, golpeaba sus manos para mostrar fastidio, la gente no lo entendía, lo miraban como desvistiendo algo raro. Prendí un cigarrillo que saqué de mi atado.

La gaseosa que iba a ofrecerle estaba totalmente llena. Sabía que no era agua de manantial pero estaba seguro de que lo iba a refrescar. Cuando estaba marchándose al darse por vencido, me acerqué a él dejando mis cosas en la mesa. A los 7 metros lo alcancé, se movía rápido, como queriendo enfrentarse al tiempo adelantando sus días. Le toqué el hombro, sabía que no podía escucharme.

Extendí mi mano y con ella sostenía la coca-cola, que ahora se presentaba frente a los ojos del niño sordomudo. La agarró. Se quedó unos segundos mirándome. Con los dos dedos de la mano hizo una V corta y se los llevó a la boca. Señalaba mi cigarro y luego me hacía el número 1 con un dedo. Uno, uno solo al parecer era lo que quería.

Solté una carcajada. “¿De verdad?” le dije, como si fuese a oírme, más allá de que yo utilizaba gestos también, hablaba de todas formas. Sos muy chico para fumar, tenés apenas once años, no te voy a dar un cigarrillo, no sería moralmente correcto. No, le decía una y otra vez con las manos, que no, que no le iba a dar.

Repitiendo sus gestos de malestar y con la frente en alto, me devolvió la gaseosa intacta y se fue. Me quedé postrado en el lugar sin entender que acababa de pasar. Por un momento me imaginé como el malo de la película por no darle un cigarrillo a un nene de doce años que, por lo que yo creía, andaba pidiendo comida. Sé que no soy un ángel enviado del cielo ¿cuántas veces hacemos vista al costado cuando se nos acercan a pedir algo? ¿Y cuántas veces nos arrepentimos cuando ya es tarde para dar media vuelta y decir “tomá, tengo esto…aceptálo por favor”?

Yo realmente quería que él tenga la gaseosa, que se vaya contento, acostarme tranquilo por un acto de caridad. Y ahí estaba yo, con una gaseosa llena en la mano, una inconformidad en el espíritu y un paquete de puchos que pudo haber perdido a uno de sus veinte inquilinos para darle, lo que parecía ser, el placer momentáneo de una pitada a una víctima más de este sistema de mierda. Y yo, del otro lado de la línea, lo privé de un goce tan sencillo solo por adoptar el rol de buena persona, por creer que estaba haciendo lo mejor para él.

Pero si ustedes lo hubiesen visto como yo lo vi, como me devolvió la gaseosa y me dijo “no” con la cabeza, dando media vuelta y alejándose, dejándome solo con mi pensamiento. Ninguna de las personas que estaban tapándose la boca con comida a unos metros de distancia hubiera entendido lo sucedido. Solo yo supe lo que él quería hacer. Solo yo lo entendí. Solo a mí me habló con sus ojos diciéndome…“te agradezco la gaseosa, pero te la devuelvo, preferiría que fumemos juntos un cigarrillo.” Imagínense como hubiera reaccionado la gente a mí alrededor, con sus remeras manchadas con grasa de comida, si yo le hubiese prendido un cigarro a un nene ¿Qué clase de monstruo pensarán que soy? ¿Acaso ellos son más humanos por no permitirle fumar? Pero ¿Qué hicieron cuando se acercó a pedirles algo? ¿Y vos? ¿Qué hubieras hecho? Sabiendo que en esa simple acción que la sociedad tildaría como poco ética de darle un cigarrillo a un niño recae la transitoria alegría de un nene con los modales de quien sabe devolver las cosas aun no teniendo nada, de un nene que se le ha quitado el arte, la belleza y la bondad del habla, siéndole imposible mirarte a los ojos y decirte lo que quiere, ni si quiera para expresar una súplica…ni si quiera para pedir por favor.