Pulsa «Intro» para saltar al contenido

Cómo atarse los cordones

Por Fran Faure

El otro día me estaba atando los cordones y me di cuenta de algo: qué difícil es sacarse una máscara. Traté, también, de recordar aquel momento en el cual aprendí a ajustar mis zapatillas, pero no pude. Era complejo. Recuerdo que en un principio hacía dos nudos en vez de uno y de todas formas se me terminaban desatando a los cinco minutos. Cuando aprendes te das cuenta que la zapatilla no se va a ir a ningún lado, pero los niños no saben lo sencillo que es, tienen que aprender la historia del conejo que rodea el árbol y entra a la madriguera y esto y lo otro y cuando pensás que la historia del conejo va a dar sus frutos el chico ya se escapó y salió a correr al patio con las zapatillas desatadas, porque se emboló de escuchar la historia del conejo y lo único que quería hacer era patear una pelota, con los cordones desatados o no.

Atarse los cordones no es cosa de niños. Hay que ser grande para conocer su profesionalismo. De hecho, hay incluso muchas personas que están mayores y aún no saben atárselos del todo bien, a mí, por ejemplo, siempre me cargaron porque me ataba los cordones de costado y me quedaban un poco extraños.Pero hay una trampa, existe un complot entre los niños y los cordones, una especie de secreto que nos ocultan y que jamás lograremos comprender del todo y es que ellos no tienen problema en ponerse o quitarse una máscara, en jugar o fantasear con ser, por ejemplo, un superhéroe. Ellos nos ganaron porque su única barrera es atarse los cordones, nosotros estamos mucho peor.Cuando creces te vas encasillando, te vas viendo como algo inmutable, feo y deteriorado y no importa cuántas mascaras o disfraces te pongas o cuanto intentes sonreír forzosamente en el espejo, lo verdaderamente difícil, la acción más honorable y distinguida de todas es poder quitarse esa máscara y recién ahí, quizás, aceptar lo que uno es y simplemente conformarse. Al niño no se le hace difícil encontrar el deseo y la alegría de cambiar constantemente jugando con ser su personaje favorito de televisión, o el villano de una película, o varios a la vez. Él nunca está conforme con ser algo inmutable. Y no es solo eso, es fascinante también ver como se quitan esas máscaras y sus sonrisas están intactas, porque nadie ni nada les impide ser ese héroe que derrota a sus enemigos con un palo de escoba o ser el ídolo cantante de una banda de rock que usa un desodorante como micrófono. No importa cómo, el niño va a encontrar la forma de ponerse y sacarse con la misma facilidad un incontable número de máscaras y seguirá siendo feliz porque no debería tener más responsabilidad que la de seguir jugando con sus disfraces.

Ayer me ataba los cordones y me daba cuenta que llevo pegado millones de disfraces que no me puedo quitar. Jugar con máscaras no es cosa de adultos. Me gusta recordar la cantidad de disfraces que me puse cuando era niño. Qué triste haber tenido que partir de esa etapa. Ahora me ato lo cordones bien fuertes para compensar las caídas pasadas, esos tropezones tontos que se dan durante el crecimiento producto de la responsabilidad establecida de vivir, de asistir a un colegio, una facultad, de relacionarte, odiar o amar.

Me engañaron. De haber sabido el secreto sobre los cordones y las máscaras quizás estaría un poco más preparado. No es excusa, estas máscaras, ahora, con una mezcla de orgullo y vergüenza, las cargo como cicatrices.