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Rosario viaja con perros

Por Ebel Barat

Se podría afirmar sin temor a equivocarse que, antes de lo ocurrido en Harrow on the Hill, la principal virtud que Edgardo Meneces había encontrado en su mujer era la cordialidad. Con la distancia que aconseja la buena educación ella sabía sostener la charla, cualquiera fuera su naturaleza, con sagacidad y simpatía. Sin ser una gran conversadora, hacía sentir a gusto a cualquiera con el que sostuviese un diálogo. Y solía mostrar verdadero interés frente al tema que se abordara dirigiendo abiertamente a su interlocutor su límpida mirada celeste.

Ella había nacido y se había criado en San José de Costa Rica y sin duda la modesta dignidad de esa ciudad de menos de un millón de habitantes y las costumbres de la sociedad del istmo centroamericano la habían moldeado en el trato afable y calmo.

Esa calidez se hacía extensiva a las atenciones que Rosario le dispensaba a los animales domésticos, especialmente los perros. Meneces había aprendido a percibir el fervor que le prodigaba la mirada de los perros sin importar la raza y el tamaño. Se daba cuenta de que ellos la elegían inmediatamente y que sentían como una pulsión el deseo de estar a su alrededor para jugar y manifestar su alegría. Era, pensaba Meneces, como si la comunicación entre los ojos de los perros y los de Rosario tuviera una intensidad superior a lo que es habitual. Sabían decirse cosas que para él siempre serían un misterio.

Meneces y Rosario habían llegado a mantener alguna que otra discusión por lo que él consideraba un excesivo desvelo de ella por cualquier ser viviente. Esa actitud la había conducido en una oportunidad, alrededor de un mes atrás, a imprecar encendidamente a la persona que ella responsabilizó por causar sufrimiento. A Meneces le pareció exagerada la airada reacción de su mujer contra el conductor del camión que, obligado por el tránsito y la estrechez de las calles de Manila, había lastimado con su chasis, el follaje de un árbol cuyas ramas superaban la línea de la vereda. Al llegar a la esquina, Meneces detuvo su auto a la par del camión y fue sorprendido por la indignación de Rosario que increpaba duramente al chofer en su poco entrenado pero correcto inglés. El buen hombre no pudo más que reaccionar con un gesto pesaroso frente al reto de la autorizada occidental del auto contiguo para después arrancar la marcha avergonzado.

Meneces y Rosario riñeron sobre el asunto sin que él pudiera convencerla de nada. Por eso no insistió más con esos temas frente a los que, ya lo sabía de cierto, su mujer mantenía una posición irreductible. Por otra parte, era habitual que la mayor parte del tiempo él disfrutara de la disposición de Rosario a la amabilidad y el buen trato.

Sin embargo algo está pasando, pensó Meneces, con indefinida alarma, mientras observaba parado frente a una de las vidrieras del hotel el alegre intercambio de Rosario con Jan Kwant, esperando que ella terminase el desayuno para salir de paseo.

Kwant era el camarero holandés de padre indonésico y madre del lugar, que los había atendido desde el primer día en que llegaran a la sobriedad de La Haya, donde estaba la oficina central a la que respondía Meneces en su labor de siempre para las Naciones Unidas.

Apenas se habían sentado en la cafetería del hotel, contiguo al Zuiderpark, dos días atrás, se presentó Kwant y desde esa tarde los sirvió con disposición. A Meneces, le pareció descubrir algo llamativo en los ojos del hombre. Prefirió atribuirlo al aporte de la sangre oriental de su padre y a la mera coincidencia.

Frente a la vidriera, quiso volver sobre la idea de que Rosario nunca perdería su gentileza, pero ese acto de la voluntad estuvo lejos de satisfacerlo. Se quedó esperando.

La había conocido cuatro meses atrás, cuando hacía una excursión en compañía de su hijo adolescente por las callosas tierras de Grecia y por sus azuladas islas. Había decidido dedicarle un tiempo al hijo que tuviera de su matrimonio anterior y a quién no tenía muchas oportunidades de disfrutar por sus continuos viajes.

La primera mañana en Tesalónica bajó a desayunar unos minutos después que él y mientras se servía de las bandejas, la vio por primera vez. Desayunaba sola en una mesa demasiado grande para su larga delgadez. Él sintió que ella le devolvía la mirada pero, tiempo después, rememorando el encuentro como hacen los que no quieren cansarse de amar, Rosario sostenía que fue ella la que tuvo que afrontar el peso de la mirada de él, bajando los ojos sobre su taza de café.

Ese mismo mediodía, cuando Meneces y su hijo se disponían a ingresar a un modesto comedor del centro de la ciudad, ella se acercó y les preguntó si no les molestaba que los acompañara en el almuerzo. La cortesía, y el interés de Meneces, impusieron una aceptación inmediata que se alejaba mucho del gusto de su hijo, cuyo ceño, expresó su fastidio apenas tomaron asiento en la mesita redonda.

Cuando Rosario fue al baño, el muchacho miró a su padre y le dijo: “papá, esa mujer está enamorada de vos, está enamorada de vos, pero no te quiere”.

Esa misma noche Meneces y Rosario se escaparon subrepticiamente del hotel para cenar juntos y la intensa conversación que sostuvieron en un restaurante egipcio, un poco perdido en una calle cualquiera, cuajó en dos o tres largos besos antes de retirarse a sus respectivas habitaciones. Al día siguiente, después de andar de copas y bailes por los bares del centro, Meneces pasó la mitad de la noche en el dormitorio de Rosario.

Terminado el viaje con su hijo, volvió a reunirse con Rosario en Barcelona y desde ese encuentro con cena en el Poble Sec apenas se separaron una semana cuando ella regresó a su casa paterna en San José.

El restaurante era el Can Margarit y allí mismo él empezó a notar la deferencia que Rosario tenía para con el personal, especialmente con uno de los camareros de trato muy femenino que casi los obligó a probar el conejo al ajillo.

Meneces se sorprendió cuando en medio de las fugaces conversaciones que se mantienen en un restaurante con el personal, Jaume, así se llamaba el hombre, dijo que en su tiempo libre se dedicaba a cuidar perros. Eso iluminó el rostro de Rosario. Y más todavía cuando Jaume contó que tenía varios en un patio detrás del restaurante. Quedaron en que al día siguiente Rosario vendría a ver a los protegidos de Jaume. Meneces accedió no muy convencido, pero había tiempo de sobra. Los dos conocían bien la ciudad y no tenían programa fijo.

Además la actitud de Juame le daba curiosidad y por otro lado su inclinación sexual lo dejaba relativamente tranquilo.

Fue un programa raro, un programa inesperado, se dijo Meneces después de ver los dos perros marrones y la alegría en la cara de Rosario jugando con ellos frente a la sonrisa indeleble de Jaume.

Esa fue la primera vez y no pudo menos que sorprenderse de la poca atención que los animales le prodigaban a él. Cuando quiso acercarse para acariciar al más viejo fue rechazado por un gruñido. Ya son de Rosario, pensó y están celosos.

Allí mismo, esa noche en un bar de Gracia decidieron casarse. Ella se tomaría un año sabático antes de estrenar su reciente título de médica y durante ese tiempo lo acompañaría en sus viajes de trabajo.

La relación pasó por su mejor etapa durante los dos primeros meses en que los paisajes y las ciudades se sucedían excitando la joven inquietud de Rosario.

En general Meneces disfrutó la visita que hicieran a su madre en Anthony en el gran París, a algunos quilómetros del centro. Rosario observaba cada planta del jardín con sumo interés y le hacía preguntas a la saludable mujer. Ella contestaba extendiéndose en los detalles que, como era lógico, le insumían la mayor parte del tiempo en su condición de retirada. Todo fue amable salvo quizás, el recurrente exceso en el trato de Rosario con el parsimonioso Rulfo, un Briard que empezaba a envejecer y que ese día estaba mucho más excitado que de costumbre. Tanto que Meneces se sorprendió por la poca atención que el perro le dedicara, siendo que solía recibirlo con enérgicas manifestaciones de alegría.

Aunque Meneces percibió también un dejo de tristeza en el saludo de su madre prefirió no darle mayor importancia.

Pero había comenzado a preocuparse, tal vez por dos motivos; la lejanía de Rosario que reflejaba en miradas silenciosas y sin fondo y por lo sucedido recientemente en el elegante vecindario de Harrow on the Hill donde él tenía un amigo que hiciera cuando entró a trabajar para las Naciones Unidas.

Durante los tres días que pasaron en su casa, Rosario participó poco de los paseos y las mesas, sosteniendo una actitud taciturna, salvo con Boris, el encargado de la casa. Un hombre delgado y sonriente que se ocupaba de mantener todo en orden y de atender tres vigorosos perros oscuros. Era como si Rosario conociese a Boris y a los perros desde siempre. Hasta a Edgard le sorprendió semejante familiaridad pero la dejó pasar, acostumbrado como estaba, a gente de todo tipo, haciendo apenas algún comentario ameno. No era nada extraño esa excentricidad en una latinoamericana. Además, se sabe, la juventud excusa de cualquier comportamiento.

Rosario buscaba la compañía del simpático Boris y se lo pasaban haciendo comentarios mientras observaban el juego de los tres animales. Otra vez los perros, hasta cuando, se preguntaba Meneces.

Meneces iba por el sendero de estos recuentos, parado frente a la vidriera del hotel, esperándola a Rosario, cuando ocurrió la abrupta y desagradable iluminación.

La acometida de una conciencia que comenzó a revelarle algo. Observó a Kwant. Salivando profusamente se dio cuenta, o quizá fabuló, que el triángulo que unía sus ojos con el puente de la nariz era idéntico al de Boris y aún más, también al del simpático mariquita del Can Margarit, el Jaume de los perros.

No fue fácil para Meneces recuperar la apostura. Pero, seguramente, fue más arduo el ejercicio de autocontrol que tuvo que hacer cuando Rosario, unos instantes después, le dijo que estaba entusiasmada porque Kwant criaba perros y que esa tarde iría a conocerlos.

Meneces supo algo. Algo que percibió en el gesto de su mujer y en su mirada que se había alejado de él hacía tiempo, y no pudo más que permanecer en silencio esperando quizás, lo que sabía que no iba a suceder.

Pasado el mediodía se excusó de no acompañarla aduciendo cansancio y volvió al hotel. En el cuarto, hizo aquello de lo que, lo hubiera asegurado, se consideraba incapaz. Con el malestar de la aprehensión, pero minuciosamente revisó el equipaje de Rosario. Dentro del bolsillo de tapa de una de las muchas maletas encontró los seis pasaportes. Entre identidades como las de Chriss Hoffmann y Giorgio Stilianides estaban las de Jaume Zubirach, Jan Kwant y Boris Perez.

En todas las fotos coincidía el triángulo conformado por los ojos y el puente de la nariz.

Meneces llamó al celular de Rosario y se sorprendió cuando ella le dijo que lo esperaban en la casa de Kwant

Al abrirse la puerta se encontró la repetida sonrisa indeleble pero no sintió miedo. Tampoco se sorprendió con la convicción en los ojos de Rosario. Al abrirse la segunda puerta que se cerró detrás de él se encontró en el pequeño patio interno de altos y fríos muros grises. Allí cerca de la pared opuesta lo esperaban los tres perros marrones que ya conocía. Los tres lo miraron con el rayo de la rabia y la vocación homicida.

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