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Todos recurrimos al llanto

Textos de Francisco Faure para La Revista del Siglo

Hay una magia en el perdón que no existe en ningún otro lado. Nos han hablado, desde niños, y desde ámbitos diversos, sobre la purificación del alma, sobre el acto de perdonar. Ya sabemos también el peso religioso que tanto se le atribuye al perdón, aquello en relación a pecar, a haberle fallado a alguien o algo todopoderoso. Aun así, nunca nos han hablado de su verdadero poder intrínseco, de su relación con la inconformidad y la aceptación de un infierno metafórico interno; del proceso vivido hacia el perdón, de la soledad, de la fatiga y el suplicio propio que provoca recorrer tal sendero.

A veces reflexiono sobre la cantidad de veces innecesarias que las personas utilizan el perdón. Se piden perdón todo el tiempo por cosas que no lo valen. No hablo del perdón de sentir, característico por ser momentáneo y esfumarse rápidamente; más bien hablo del perdón como esencia divina, como una entidad presente en cada individuo, con finalidad a ser alcanzado única y detenidamente, convirtiéndolo en irrepetible.

La clase de perdón que estoy hablando no guarda rencores y a la vez guarda cada rencor, pero lo hace reconociendo su amable sinceridad, su bondadosa entrega. En el perdón hay mucho de aceptar y viceversa. Nunca podemos someternos a la idea de que en el mundo existe una sola clase de perdón. Toda la cuestión es más compleja de lo que parece. Sin perdón no hay continuidad en la vida, sin perdón el lazo que une el presente con el futuro carecería de sentido.

Sin perdón nos estancamos. Sin perdón no hay alma y un cuerpo sin alma se desgasta y deambula al unísono; la importancia del perdón reside en que sin él no hay belleza, no hay alegría. No sabemos perdonar, le escapamos al perdón porque preferimos vivir aferrados a la ilusión de que las cosas no salieron como queríamos. Más que perdón buscamos venganza. Vengarnos de nosotros mismos, de nuestro pasado, de nuestras acciones.

El transcurso de la vida no se completa por hechos azarosos que simplemente sucedieron, todo sería patéticamente aburrido; la vida es también todo lo que no fue, todo lo que no pasó, y reprocharnos aquello como una especie de enfermedad es algo doloroso. Hay que alcanzar el perdón a través de la fe; esa fe personal camuflada de individualista pero que de individualista no tiene nada, porque al perdón se llega a través de la conciencia de otro. El perdón es la sublimidad del nuevo día, del mañana, del despertar y sentirse abrigado de vida, sin él nuestra alma está encadenada y así no podremos nunca salir a buscar algo nuevo, algo que vuelva a erizarnos la piel; sin él no habría amor puro y verdadero y no podríamos adueñarnos de las bellas enseñanzas que éste nos deja.

Miren hacia adentro, hablen, entiendan que lo que sucede no es culpa de nadie, perdónense. Perdónennos. ¿Serías capaz de perdonarte y perdonar?¿Acaso no te hace sentir vivo la sentencia de que las cosas no salgan como lo esperaste? Perdona y guarda la lágrima que caiga de tu mejilla, será el agua que de vida a tus nuevas raíces.