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«Las mujeres del poeta» III

Por Ebel Barat

No solamente dejan su marca mujeres como Manuela Saenz o “la mamadre” si no también aquellas que cruzan fugaces marcando a fuego el cuerpo y la memoria de hombres y mujeres. Vaya en oportunidad del mes del Día Internacional de la Mujer este homenaje a Jossie Bliss, “la pantera birmana”

Jossie

Pasan las pagodas, una detrás de otras las pagodas de techos donde se aplastaron gigantescas gotas de crema de oro, coronadas por su falo hierático.

Pasa el Irrawaddy ajeno, inflexible, con sus muertos de ceniza. Y la multitud mascando el betel y tiñendo su dentadura con sangre diluida.

Pasa la multitud siguiendo el camino inglés de la rígida mentira. Pasa toda Birmania borrando como una duna, cierta, despaciosa, el camino inglés de la corrección falsa, el que odio tanto.

La multitud va y va detrás del día recalentado después de la lluvia larga y diluida como la misma escupida del betel.

Pasan y pasan los cuerpos tiznados hasta la noche de Birmania, la noche de Rangoon, mientras en el barrio inglés ensayan su fingida música y piensan satisfechos que es la única en esta tierra.

Todo huele a jungla densa, a animal verde y bufando.

Todo huele al cuerpo de ella, hecho del mismo material que quema sin llaga, hecha de aceites fragantes donde alucina el amor de los cuerpos.

El mío y el de ella.

Ella que deja su cuchillo sobre la mesa de la lámpara, para matarme o esperarme, para decirme que no existe el amor sin su cuchillo y sin su rabia. Sin un llanto de dientes prensados.

Para decirme que es imposible entender mi estupor y mi tristeza, la lentitud en las manos de mis ojos.

Y que me ama así, con cuchillo y desencanto, con su cuerpo de gata negra, su cuerpo anfibio y brillante, bello hasta el dolor y el pasmo donde naufragan las palabras.

Cuatro vocablos en inglés, nada más, y luego las largas miradas con su elocuencia triste. Y el día en que no quise regresar a nuestra casa de húmedo comedor, de baño bajo los árboles donde la escuchaba orinando.

El día que se hizo noche de luces separadas.

Esa noche en que, al abrir la puerta, vi. Vi que estaba dispuesta, que iba a matarme con su largo y pesado cuchillo campesino.

Vi que no podía con su cilicio de celos. Con su angustia oscura de no saber por dónde andaban mis amores, por el misterio inescrutable de mi poesía.

Tenía razón mi Jossie. Sabía que sería abandonada, que no bastaría su fiera lealtad y su exigencia. Y, tal vez, Jossie Bliss, mi pantera, apuró el trago y, mucho antes de despertarse, supo que junto a la cama habría dos zapatos mudos.

Jossie, mi antigua Jossie, lo supo. Supo que yo ya había enviudado sobre una barcaza que me llevaba a los hoteles y las perchas, a la ropa sobre el piso y a la amargura del licor barato. Lejos de su odio.

Si, pasó lo que sabías, Jossie. Llegó la noche y simulaste el sueño de que no soñabas. La noche en que tu respiración iba en el filo del sollozo. La noche en que el barco negro me puso en el galope que deseaba expulsarme de tu amor, de tu peligro. Y llevarme hacia los versos y la tristeza que todavía me acechan.

Larguísimos años de viajes se metieron entre tú y yo. Primero la desplomada campana de Ceilán, el nombre más hermoso. Después tantos otros.

Todavía recuerdo tu cara llena de la tiza de mis zapatos cuando me besabas los pies, cuando a sollozos gritaste tu amor amputado, cuando llenaste mi propia cara de tus lágrimas salvajes.

Entre tú y yo, Jossie, pantera birmana, amada, buena hasta la rabia, salvaje hasta la tristeza, larguísimos años desde aquel tango hasta este amor lejano sobre el aire donde pasa tu ceniza que se fue río abajo. La ceniza de tu hermosura, río abajo, después de la tarde interminable en que te habrán quemado con llamas avergonzadas.

Jossie Bliss, no pude y pude amarte, inexorable, siempre lejana, encerrada en el mundo adverso de tu hombre en fuga.

Jossie Bliss, no pude y pude amarte hasta ahora en que te escribo estos amores con número, porque uno solo, no podría alcanzarme nunca.