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«Las mujeres del poeta»: Manuela Sáenz

Por Ebel Barat

Entre las mujeres que Pablo Neruda me fue “presentando” hay un puñado que me ha conmovido particularmente por las imágenes llenas de fuerza, exotismo, belleza y personalidad con que el poeta las ha descrito.

En “Las mujeres del poeta”, obra de teatro danza en la que tuve el gusto de encargarme del texto, se las vuelve a homenajear glosando sobre sus historias para lo cual hube seleccionado diferentes modos narrativos llegando incluso a reproducir la propia voz de Neruda.

Creo que el Día Internacional de la Mujer es una oportunidad para volver sobre ellas que tanto significaron para él como para la historia de nuestra Latinoamérica.

He pensado en volcar aquellos textos en la Revista del Siglo por entender que ese medio ha de servir acabadamente para homenajear los beneficios que genera y ha generado el universo femenino en la comunidad mundial.

Vayamos primero con Manuela Sáenz, amante de Simón Bolívar y patriota de la gesta libertadora que sufrió el olvido del exilio en la costa peruana de Paita. Este primer texto reproduce el viaje en barco que hizo el poeta con su mujer, Matilde Urrutia (que tendrá su espacio) desde Chile buscando el sepulcro de Manuela al que nunca habría de encontrar.

Manuela Sáenz.

Manuela Sáenz

Yo me eché mar arriba, buscando norte.

Me eché ansioso como un niño, con agua nieve en el cuello y ancha espera en el pecho. Cabalgué mar arriba siguiendo el litoral de la minería oxidada, de las limaduras del desierto que se exhibía a nuestro paso. Al paso tozudo del barco que mugía, que mugía agarrando el litoral hecho con roca y con océano.

No quise verlo, no lo quise. Pero la dura tierra de Atacama, con sus pardos, sus azules desangrados, empezó a decírmelo. Me dijo que estaba allí su exilio, en el ondulado eclipse de la costa. Estaba allí su augurada ausencia. Su atroz olvido que yo, yo el primero, fui a extraer de debajo de la arena y la sal de Paita. De la empobrecida Paita peruana, con Manuela debajo de su polvo, su sal y su melancolía de ballenas.

Yo fui a buscarte Manuela.

Manuela Sáenz, insepulta, ¿dónde estás?  ¿A qué recodo tengo que llevarte mi abrazo y me beso para tu mano hermosa y libertaria?

¿Dónde estás Manuela?

Manuelita está allí. Es la que arroja, con más puntería que todo un ejército, el ramo encarnado. Las rosas al pecho del cholo que pasea la gloria de Pichincha.

Que por Quito culminante va Bolívar.

Ahí va Bolívar y levanta su mirada con la misma puntería. Ahí va el viudo que acaba de

dejar de serlo.

Y la noche de Quito es jubilosa. Es de baile, fuga y descuido la noche del libertador y de Manuela.

Baile, fuga y descuido: las tres deidades del pagano que la siniestra envidia no perdona.

No perdonaron la noche de la batalla duplicada en el secreto de ese cuarto, alejado de las luces.

Por eso han querido lo imposible: condenarte al olvido cuatro honorables capones y cuatro honradas señoras, envidiosas como chacales, en un club de elegante madera.

Porque fuiste la que amaba, fuiste la amante del pequeño galopador que se gastó la vida por cerros como éstos, pero con hambre y balazos.

Manuela Sáenz, amable loca mordiéndolo a Bolívar, mordiendo tus celos por un aro olvidado en su cama.

Manuela Sáenz odiando a chuzazos a los que quisieron perderlo.

Mi amable loca te dijo Bolívar en sus cartas. Y te amaba y te temía cuando galopabas detrás de él y te quedabas a dormir tan cerca de la guerra.

Amable loca montada en tu caballo, soldada en medio de la batalla con tu sable femenino.

Callada amable loca, flor callada cuando te echaron al quemante olvido de Paita, cuando tu cholo se quedó sólito y mudo con la gloria arrinconada.

Yo llegué del duro Chile a la dura Paita para hacerte una visita. Para decírtelo con mi respiración y con mis ojos.  Pablo Neruda no te olvida Manuela, Pablo Neruda te defiende contra sal, arena y olvido, te defiende de los siniestros señores destructores.

El día se iba y pregunté y me preguntaba.

¿Dónde está la hermosa?

¿Por dónde caminó en las largas tardes del mar y las ballenas?

¿Estuvo así, desnuda y sola, cuando recibió la noticia en el papel de la última amargura?

¿Cuándo se hizo fácil que se acabaran los amigos? ¿Cuándo, su galope infatigable acallaba el cholo para siempre?

¿Qué habrá quedado de tu mirada cierta y tu ardor de llama, cuando te fuiste grave hacia la salitrosa costa del silencio y las pescaderías?

¿Cómo habrá sido la vergüenza de los que se atrevieron a desterrarte y a enterrarte?

No encontré tu tumba Manuela. No te vio Bolívar recorrer la calle hasta el océano.

Ahora ya llegué hasta el puerto y frente a las gaviotas y los barcos te converso. Hasta aquí vendremos muchos Manuela. Hasta aquí vendremos a sentarnos, a preguntarte y a admirarte, frente al óxido multiplicado de los barcos y el mar caliente que ya no temen las ballenas.

Ya me levanto para decirte mi “hasta luego”.

Entonces beso tus palomas de espadas y caricias, y le dejo mis saludos a Bolívar.