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Bicicletas (Parte II)

Por Ebel Barat 

Había algo vasto en esas bicicletas, especialmente en la mía por ser menos grande y más concentrada, algo torpe y primario, Algo masculinamente dictatorial. Como de mujer soldado, gorda y nazi. Me viene a la mente aquella sargenta de la película Pascualino Sietebellezas que usaba calzoncillos y obligaba al poco escrupuloso y necesitado Pascualino a calmarla sexualmente.

Las bicicletas no eran alemanas, a lo mejor las habían hecho fabricar por Kotonac que era un herrero del barrio, fino y germanófilo. Gozaba de los favores del padre de Ezequiel y por propiedad transitiva, de los de mi padre también.

Nunca me lo revelaron y habrá sido para que no cayera una sombra de duda en nosotros al conocer su doméstico origen. Pero estas son imaginaciones porque no se nada de cierto a cerca de su origen y aunque alguna vez podría preguntárselo a mi padre, su respuesta sería muy poco confiable, acostumbrado como está a decir que es más o menos lo mismo. Todo más o menos lo mismo. Yo quiero verlo como un síntoma de sabiduría pero cuando hermana su pueblo natal en La Rioja con mis crónicas de Badwimpfen se me hace cuesta arriba. .

Casi no tengo recuerdos alegres con aquella bicicleta. Apenas los primeros esperanzados escarceos de ambos y alguna vuelta crepuscular alrededor de la plaza. Después se suceden algunas imágenes borrosas donde entre brumas suelo verla casi siempre separada de mí, de un rojo subido por la falta de luz y lo que es peor por la falta de juego. Porque una bicicleta, sobre todo en tiempos de la adolescencia, debe asociarse a lo lúdico y al compañerismo, al cómplice de incursiones por la cuadra de los hermanos Valenciano. Esos que en su lugar se convertían en implacables enemigos, y nos atacaban con sus canutos cuando pasábamos a toda máquina. Esos mismos que viraban ciento ochenta grados su comportamiento cuando estaban en nuestra zona. Entonces adquirían un tono melifluo, especialmente conmigo que gozaba del prestigio por mis logros físicos.

Aquella bicicleta tendría sus sentimientos, pero siempre los mantuvo inaccesibles, de modo esa etapa tocó a su fin una tarde que por la sensación de frío y desasosiego debe haber sido en abril. Estaba oscureciendo y decidimos dejar nuestras bicicletas para jugar a la escondida. Quedaron apoyadas contra la plataforma del mástil de la plaza y nos abocamos al juego que a veces resultaba bastante peligroso. Porque todos queríamos salvarnos de contar y a veces la procura de la pica producía carreras a máxima velocidad que podían terminar en un choque entre los jugadores o contra alguno de los bancos de concreto.

Recuerdo o creo que recuerdo, que se fueron retirando los más chicos y que iban a recoger sus bicicletas. Yo seguí jugando hasta que ya no quedábamos más que tres. Vaya a saber por qué insistíamos en un juego que comenzaba a ser tan triste. La única bicicleta que faltaba recoger era la mía y yo la observaba con aprehensión mientras permanecía al acecho en mis escondites. En algún momento me di cuenta que ella no quería que yo fuera a buscarla y en verdad yo tampoco tenía la presencia de ánimo. Ese es el último recuerdo que tengo de ella, quieta e inclinada contra la plataforma blanca, reverberando un poco con la luz que se iba. Así obtuvo su libertad la bicicleta abandonada. No sé bien porque lo aclaro, siento que alguna vez me hicieron la pregunta.

Yo llegué a casa y logré soslayar el hecho por apenas esa noche. Después no pude ocultarlo más y se lo conté a mi padre que curiosamente no me retó, o por lo menos no recuerdo que lo haya hecho cuando le dije que la había dejado porque no me quería. Cruzamos hasta la plaza, antes de que yo fuera a tomar el colectivo para ir a la escuela y por supuesto solo hallamos el vano que dejó aquella bicicleta oscura.

En Europa mi relación con las bicicletas quedó un poco entre las sombras porque durante un largo tiempo no tuve ninguna. Es que cambiaba de lugar bastante seguido en mi afán de ver mundo y de ganar algún dinero. Evidentemente no era mi destino quedarme allá, si no, no hubiera vuelto al Saladillo después de estos diez años de rodar. Muchas veces me consolaba pensando que los trenes tenían algo de bicicleta. Para mí, las máquinas, (yo me doy cuenta de que me imaginaba las máquinas viejas) tenían expuesto el mecanismo que transforma el movimiento rectilíneo en circular y se podía ver el trabajo del sistema biela manivela sobre las ruedas. Era muy parecido al trabajo del muslo y la pierna sobre el pedal, siendo la rodilla, claro, el nexo entre la biela y la manivela.

Sé que es una estupidez, pero a veces solía imaginarme a algún ser humano, o algo así, encima de la máquina y pedaleando sobre las ruedas, aunque siempre se rompe el encanto al ser conciente de la velocidad a la que tendrían que ir esas piernas para impulsar la máquina a ciento cincuenta quilómetros por hora. Habría que atarle las piernas a los pedales. Sería una brutalidad.

Ámsterdam fue diferente. En Ámsterdam volvieron las bicicletas. Más que volver diría que irrumpieron porque, si bien había visto algunas en diferentes lugares, nunca en esa cantidad. Ámsterdam era, no sé cómo estará ahora, aunque me parece que en Viena Birgit me dijo que había menos, una ciudad llena de bicicletas. Había multitud de bicicletas, una buena cantidad debajo de personas y otras diseminadas por las calles. Y también abandonadas, cuando tenían una rotura o un desperfecto. Al principio esa situación me agradaba porque para mí Ámsterdam era la ciudad de las bicicletas más que de Rembrandt o las putas. Pero después eso de dejarlas en cualquier lado me empezó a indignar. Quizá era una oscura operación de mi subconsciente debido al registro de aquello que hice con la bicicleta otoñal. No lo sé, pero esa desidia de los distantes holandeses me empezó a parecer desagradable. Y cada vez que encontraba una bicicleta con algún pequeño desperfecto sentía o creía sentir que me reclamaba. Al principio lo hice con el mayor de los sigilos, y controlando ávidamente a mi alrededor por si alguien me observaba, pero después arrasé con todas las que pude. No sé qué pensaría mi mamá de esto si lo supiera, pero es probable que querría compararme con Robin Hood.

Trataba de conformarme llevándome cuanta bicicleta tuviera un desperfecto menor, con la esperanza de escarmentar al dueño si volvía a buscarla. Quería que aprendiese a tener más cuidado con alguien que en la máxima humildad se coloca debajo y lo transporta a donde sea, sin condiciones ni reclamos. Y apenas si sufre alguna fortuita rotura que siempre se arregla con dos pesos.

No me sentía como Robin Hood. Había algo en mi (sé que la diferencia es mucha pero igual) que quería compararse con la madre Teresa, que por aquellos tiempos me parece que aún vivía y según me dijeron juntaba enfermos, hambrientos y algún que otro muerto por las calles de Calcuta.

El problema era dónde ponerlas. Yo las seguí sujetando al mismo árbol de uno de los grandes parterres de mi barrio con una larga cadena y un candado. El árbol, era como un jacarandá, creo, o a lo mejor un tala (aunque no sé cuál es el nombre en Holanda) empezó a coronarse de una maraña de bicicletas averiadas. Curiosamente nadie hacía nada al respeto. Hay en Ámsterdam y en general en el norte de Europa un gran respeto por las obras de arte y dentro de esa clasificación debe haber entrado lo que yo estaba haciendo, con un objetivo muy diferente, por cierto.

Más de una vez, y sobre todo los domingos en los que solía agolparse gente a observar detenidamente la circular población de bicicletas enredadas, recibí una respetuosa y aprobadora inclinación de cabeza por parte de algún admirador. Debo decir a esta altura que recibir la aprobación del público produce una gran satisfacción y el momento más emocionante de aquel feliz período en Ámsterdam fue el caluroso aplauso que recibí una tarde al llegar con una nueva y herida bicicleta negra para integrarla a mi obra.

Habrán sido dos o tres meses de hurtar bicicletas y llevarlas al barrio, pero como en toda ciudad ordenada ocurrió lo que debía ocurrir. Una mañana de domingo cuando iba para ver cómo estaba la cosa, desde lejos noté una aglomeración de gente alrededor del árbol y estacionado muy cerca un automóvil de la policía. Cuando llegué me rodearon varios vecinos y trataron de explicarme qué sucedía. Del holandés aprendí muy poco pero por suerte, y como casi siempre, había una hermosa chica que hablaba español. Ella me dijo que según la policía debía parar con mi obra y que debía retirarla del lugar porque entorpecía el tránsito y porque no era un lugar privado. Algunos vecinos indignados defendían la obra y según me traducía la chica le decían a los policías que los Países Bajos no eran territorio nazi (cuando dijo la palabra nazi, recuerdo que me acordé de la bicicleta otoñal). Era bastante gente, y la policía no sabía a qué atenerse. Yo, a decir verdad, ya empezaba a cansarme de lo que estaba haciendo y además no tenía la menor idea de cómo continuar. Le hice decir a la chica que mis obras eran móviles y provisorias, como la vida misma, que el mensaje ya estaba dado, que la gente lo había entendido perfectamente (recuerdo que algunos miraban con fijeza) y que era hora de empezar con otra cosa. Pedí que me dieran una semana para retirar mi “testimonio” del sitio.

Aquella fue una de las pocas veces que tuve alrededor gente trabajando y divirtiéndose. Dominique, que hablaba el español y que era de Marsella era una de las más entusiastas y cada vez que trabajábamos bajo el paraíso nos entretenía haciendo sonar flamencos en su equipito de audio.

Yo me había dado cuenta que lo que había que hacer era desarmar las bicicletas y armar cuantas se pudieran con las partes que estaban en buenas condiciones y todo el mundo estuvo de acuerdo. Digno de él, hubiera dicho mi madre asintiendo satisfecha y soslayando las ecuaciones que me llevaron a Ámsterdam y al lado del tala.

Aunque parezca mentira reconstruimos más de la mitad. Cada uno de los que nos dedicamos a desarmar y armar bicicletas debía llevarse una y darle un destino seguro y solidario obsequiándola a personas e instituciones que le parecieran indicadas. Fue justo en una semana.

Las secciones dañadas que quedaron sin usar fueron enterradas en el jardín de la casita de Dominique después de un ritual íntimo (estaban los más allegados) tierno y esotérico.

Me di cuenta que más de uno quería que yo indicara el paso a seguir y adelantándome no tuve mejor idea que repetir “caminante no hay caminos, se hace camino al andar, caminante no hay caminos sino estelas en la mar”. Me parece que a los holandeses no les gustó mucho y eso que según estudié han sido grandes navegantes.

En esa casita pasé una linda temporada en compañía de Dominique pero después me pidió que me fuera, que estaba un poco cansada y que mejor me dedicara a alguna otra obra de arte.

Como yo no tenía la menor idea de qué obra arte emprender me di cuenta de que era hora de irme, lo que me costó un gran dolor porque Dominique me gustaba y no me molestaban los amigos que solía llevar a su casa.

Dominique fue para mí igual que Ámsterdam, una mezcla de calidez y distancia, una estrechez sin lazos, una grandeza minimalista y modesta, un buen lugar para fumar marihuana y acceder a múltiples prácticas sexuales y sobre todo una historia de bicicletas.

París no. O por lo menos nada muy especial porque no hay recuerdos especiales en relación a ellas. Solamente me viene a la memoria la aparición de esos triciclos a pedal y carrozados que se empezaron a ver ejerciendo la función de taxis ecológicos y ridículos. Una reminiscencia de La India, pero extrapolada a los barrios más elegantes y transitados de la ciudad. No había muchos, de tanto en tanto se veían pasando displicentemente por alguna de las avenidas que bordean el Sena. Yo le encontraba algo antipático, algo alejado de la gente, de la sencillez, de la modestia natural de las bicicletas. Para mí era como si a esos triciclos obesos los condujeran estudiantes mantenidos de la provincia, con más ganas de hacerse ver que de estudiar. Como el hermano más chico de Ezequiel que cuando lo veía estudiando a Ezequiel, no podía con el cargo de conciencia de su falta de voluntad y después de observarlo en silencio (yo lo había visto en más de una oportunidad) se iba Así nomás: se iba. Porque no sabía dónde. Fue largos años un vago, al final hizo fortuna casándose con la hija de Aíta que curiosamente era el dueño de la bicicletería más grande del Saladillo.

Los dos años que pasé en París haciendo un poco de todo me mantuvieron más bien alejado de las bicicletas y próximo a la delincuencia, hasta que la encontré a Birgit.

En ese período estaba trabajando para un argentino que tenía una página web para encuentros de parejas swinger y si bien cobraba por el servicio, la renta mayor la sacaba de la venta de marihuana y éxtasis para algunas de las fiestas que se organizaban. Había tres o cuatro todos los días y yo era el encargado de llevarle los porros hechos o las pastillas.

Cuando Birgit me preguntó qué hacía en Paris, después de mucho tiempo de conocernos le dije que era como un diseñador de páginas web, una cosa más o menos así.

La encontré un atardecer en las orillas del Sena cerca de uno de los “quai” donde la gente se junta a hacer break-dance o a bailar salsa o tango. Birgit estaba sentada al lado mío y mirábamos a cada uno de los que pasaban al centro para hacer sus piruetas. Después que un negro hubo terminado se produjo un vacío porque nadie iba al medio. Entonces ella me empujó para que yo pasara y me puso al borde del sincope. Me rehusé como pude y entonces pasó ella.

Es verdad que Birgit tiene mucho de andrógino en su larga figura de pocas curvas, en su rostro enjuto y en su corto pelo crespo, (llegué a dudar de que fuera mujer) pero jamás me hubiera imaginado semejante fiereza para el break-dance. Era energía pura para marcar los quiebres y para elevar todo el cuerpo con sus palmas sobre el suelo.

Se levantaban exclamaciones cada vez que se sometía a un vórtice que orillaba el descontrol o se ponía a trabajar con el tronco y los brazos como si fuera un muñeco con articulaciones metálicas.

Yo aplaudí entusiasmado durante todo el show. Cuando terminó dejé escapar un grito de excitación. Birgit vino a sentarse a mi lado y yo la invité a cenar.

Esa fue una de las pocas cenas en una brasserie que tuve en Paris y una de las últimas noches en esa ciudad que me dejó la sensación de no haberla conocido y de que nunca la iba a conocer. Decidí irme a Viena, de donde era Birgit, por unos días para ver. Ya tenía metido el cansancio de diez años girando por Europa.

Cuando la vi llegar al restaurante que había reservado ella para nuestro primer encuentro en Viena en una esquina escondida del centro y detrás de una iglesia, me pareció una mujer hermosa. La combinación de la bicicleta negra, sobria y silenciosa y el vestido de color verde claro del que se asomaban sus larguísimas piernas y sus pies casi desnudos que calzaban unas sandalias con correas como las griegas, me gustaron mucho.

Es difícil que la sensación del encuentro tenga una apreciación intermedia. O nos gusta mucho o no nos gusta nada y a pesar de que queda el tiempo restante para menguar esos extremos, la primera impresión es bastante definitoria, igual que las primeras dos o tres jugadas en un picado de fútbol. El equipo que toma la iniciativa establece una relación de dominio y comienza con ventaja. En el fútbol yo tenía iniciativa, pero mi tremenda desprolijidad para jugar no lo convertía en uno de mis fuertes. Lo mío era treparse a los árboles, las lucha cuerpo a cuerpo donde se competía sin ira, de un modo implacable hasta obligar al otro al vejamen de la rendición incondicional, y las maratones en las que no se me conocía rival. El único que me tenía paciencia para el fútbol era Ezequiel al que recuerdo como un jugador de tremenda patada, hábil y de muy poco criterio.

Cualquiera hubiera sido el criterio, Birgit se vería hermosa, pero es evidente que su belleza estaba realzada por la compañía de la inquietante bicicleta negra.

Cenamos bajo la noche amable de esa esquina. No recuerdo nada de lo que hablamos. Creo que yo tenía la mente escindida entre Birgit y la bicicleta que parecía observarme apoyada en la pared. De cualquier modo fue una cena muy agradable y me salió carísimo. Tal vez haya valido la pena, el tiempo dirá.

Después de cenar caminamos hasta el Burggarten a tomar un trago. Yo me hice cargo de la bicicleta. No solo era una actitud caballeresca de parte mía sino también algo incontenible. Yo debía llevarla, poner mis dos palmas sobre los mangos del manubrio y sentir el zumbido apagado de las bolitas de los rulemanes y verla deslizarse tan dócil en el sentido en que yo caminaba.

A Birgit le gustaba y me iba mostrando distintos edificios y su historia o su función. Yo le pregunté para qué entrenaban los caballos españoles y por qué eran españoles. Me dijo que no tenía la menor idea de por qué eran españoles y que los entrenaban para eso. Para tenerlos entrenados y para que la gente los fuese a ver. Algo meramente turístico y utilitarista, aunque me aclaró que cierta vez hubo un incendio en un pabellón y los caballos en riesgo movilizaron a la compasión de gran parte de la ciudad hasta que se pudo ponerlos fuera de peligro.

En el Burggarten pedimos una cerveza y me desorientó el hecho de que Birgit parecía tomar distancia. Después la acompañé hasta su casa.

Nunca habíamos tenido sexo porque ella me dijo que ya no estaba para flirteos y porque a mí me daba un poco de miedo. Pero esa noche me invitó a entrar. Los dos habíamos tomado bastante y después de algunos besos extraños (la bicicleta estaba con nosotros y para mí que controlaba) nos quedamos en silencio. Me preguntó qué me apetecía y yo le dije que me gustaría verla bailar break-dance. Puso música y empezó a moverse con la misma eficacia de París, a un ritmo más sosegado y sugerente. Eso rompió el hielo y yo me puse a festejar cuanto movimiento me gustara (eran todos) hasta que terminó el largo tema.

Entonces se detuvo y con una sonrisa que nunca le había visto dijo que ahora me tocaba a mí.

Por qué no, pensé y decidí irrumpir en el break-dance como en la esquina del gordo Leiboso.

Me paré delante del sillón y dejé que me llevara la excitante cadencia de la música. No sé cuánto tiempo pasó, pero creo que casi inmediatamente Birgit comenzó a revolverse en el sillón sin poder contenerse entre las expresiones de asombro y las carcajadas.

Daba revolcones en el sillón mientras yo me movía como un enajenado al compás de esa percusión irresistible. Sentía que eso estaba hecho para mí, como tantas otras cosas y disfruté ese baile mientras duraba la posesión. Porque yo estaba poseído por el del show, por el bailarín que hacía el trabajo con toda seriedad. Era la misma circunspección con que me introducía al pozo para las sesiones de resistencia al humo.

Cuando el bailarín dio por terminado su show, me senté al lado de Birgit a la espera de su opinión. Y realmente fue una espera porque seguía revolcándose sin parar. A veces parecía que se le estaba pasando pero de golpe le volvía un espasmo y se echaba con toda su fuerza contra el sillón en medio de la carcajada. Por fin pareció calmarse un poco y me pudo decir, entre las replicaciones de sus espasmos, que era único, que había hecho cualquier cosa (y aquí tuve que esperar que la abandonara otra carcajada) pero que tenía un estilo increíble donde lo que manejaba mejor era la expresión de mi rostro durante el trance.

Lo tomé lo mejor que pude. Fue también un “déjá vu” porque más de una vez generé algo por el estilo entre mis amigos del barrio cuando me abocaba a alguna actividad física que implicara cierta pericia como hachar o jugar a las cabezas.

Esa noche hicimos el amor por primera vez con Birgit, yo diría que sin pena ni gloria, pero muy bien. Cuando me fui de su casa (yo vivía en un dormitorio que le rentaba a una búlgara, impresentable para Birgit, me refiero al dormitorio, aunque la búlgara también era impresentable porque se lo pasaba escupiendo a diestra y siniestra) sentí que la bicicleta me observaba apoyada en la pared. No pude saber si aprobaba lo sucedido o no. Quise darle alguna explicación, solo me atreví a saludarla con mucha delicadeza. Y noté algo en ella, algo parecido a la mirada de una niña cuando uno está comiéndose algún chocolate.

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