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Granada

Por Ebel Barat

Voy con la granada en la mano. Ya retiré la espoleta. Hace un segundo. Camino despacio, paso a paso. Cada paso se enlentece, como si algo quisiera retenerme. Como si algo leve y difuso, apenas presente, me forzara desde atrás. Y mis pasos son, también, capaces de retener el tiempo que, creo saber, es de diez segundos. Voy hacia adelante pero lo que allí pudiese haber, adelante, digo, no me importa.

No me importa nada.

La tengo en la mano izquierda. Yo soy derecho. La llevo con el brazo hacia atrás y abajo, casi extendido del todo, casi como olvidada. Eso: tampoco quiero darle mayor importancia. Los pasos retrasan el tiempo, calculo que ya pasaron unos tres segundos. Resta bastante antes de que explote.

Ahora faltan cinco segundos. Dejé pasar cinco segundos. Todavía tengo suficiente tiempo para tirarla.

No.

Dejo las cosas como están. Yo sigo caminando igual y la llevo igual.

La llevo igual.

La granada no explotó.

O sí explotó. Yo no sentí nada. Pero sí explotó. Porque mi cuerpo tiene que estar destrozado.

No lo veo.

Ahora sí lo veo, tirado sobre el suelo, desmembrado, seguramente lleno de fierro. Hay sangre, pero no tanta. No estoy de una sola pieza. Me parece que falta un pie y buena parte de la cara. La granada ha tenido que explotar, ha tenido que enterrar pedazos en mi carne y ha tenido que destrozarme.

No sentí dolor. No sentí nada. Yo estoy aquí. No sé, parece que la explosión hubiera parado el tiempo.

Ahora el tiempo empieza a correr de nuevo.

Es igual a antes.

Camino. Trato de entender qué pasó. Quiero saber cómo estoy. Le pregunto la hora a un tipo que pasa. Voy por Córdoba entre Sarmiento y Mitre, hacia Mitre. No me responde. No me oye. Le grito como un animal y reacciona. Abre mucho lo ojos y acecha. Seguro que sintió algo. Pero no alcanza a comprender. Ha sido como un soplo fuerte, una ráfaga en su oreja. No tiene ni idea de que detrás de ese soplo hubo un grito. Un grito fortísimo que se quedó encerrado, obturado.

Me va a ser casi imposible comunicarme con la gente. Debería ser terrible. Pero la verdad es que no me preocupa tanto. Estoy tranquilo. No me desespera. Para nada.

Lo que siento es una tristeza. Una tristeza contenida. No sé, una melancolía de mí mismo, de mi condición de destrozado. ¿Qué van a sentir los demás? No está bueno que se hagan mala sangre. Mejor dejo de querer comunicarme con los que pasan.

Me vine a una reunión de amigos. Estamos en un cuarto chico. Las paredes están pintadas de un gris azulado. En medio hay una mesita baja y algunos de los muchachos y las chicas están sentados alrededor. Otros están parados y apoyados sobre las paredes. A la cabecera de la mesa pequeña y alargada está Astroboy.  Quiere conducir la charla.

Se ponen a hablar de lo que pasó. Es una conversación seria, pero no tanto. Es verdad: están serios. No, ¿cómo diría?, consternados. Eso: consternados.

“Viste cómo era el Bebe, todos sabíamos cómo era el Bebe”, dice Nacho. Y hablan en pasado.

No me registran. La verdad es que no me gusta. No me gusta que hablen así. No me gusta cómo hablan de mí. Hay una suerte de indulgencia en las palabras de mis amigos. En realidad no todos son mis amigos. Al final a los amigos uno puede contarlos con los dedos de una mano. Son pocos los realmente amigos. Ni siquiera Isidorito.

“Viste cómo era el Bebe”, repite Isidorito. Lo dice como si hubiera sido previsible lo que pasó. No tiene la menor idea.

“Era medio loco el Bebe”, dice Lara. Sigue estando buena pero no termina de gustarme. Me la cogería pero le desconfío. Igual me la cogería. Además se juntó con el boludo de Cachorro. Pero bueno, está aquí. Por algo será.

Me dan ganas de fumar un pucho. En la mesa está el paquete de Isidorito. Voy a ver si le saco uno. El problema es que, si lo agarro, ellos lo van a ver como si estuviera en el aire y no van a entender nada. Pero yo me lo voy a fumar igual, tiene el encendedor al lado. Tengo que aprovechar.

Agarro el paquete. Por ahora nadie se da cuenta. Me voy a un costado. Supongo que es como si el paquete volara a media altura. Lo enciendo. Ahora sí se dan vuelta. Se nota que no entienden nada. Le doy una pitada y echo el humo, sí. Me da un poco de gracia imaginar que ven el pucho a un metro setenta del suelo y fumándose solo. Lo raro, me parece, es que no se ve cuando me entra el humo. Se ve cuando sale nomás.

“Ahí está, ahí está”, dice Isidorito. “Ahí está.”

“¿Viste?, siempre va a estar con nosotros el muy guacho”, dice Damián.

Damián es buen tipo, un poco tristón pero buen tipo. Viajamos mucho cuando éramos pendejos.

“Sí, siempre va a estar entre nosotros, el tarado”, agrega el Zorro. Le va bien el apodo, mejor no creerle mucho.

“Hola, Bebe”, empiezan a decir algunos. Al final terminan diciéndolo casi todos.

Y Agostina —nunca la entendí a Agostina— dice que sí, que soy yo y que siempre voy a seguir compartiendo la amistad que tenemos. “Te quiero, Bebe”, me dice.

“Era un problema con el cuerpo. Por eso lo hizo”, dijo la psicóloga. “No soportaba su cuerpo y lo destrozó, así, de ese modo tan brutal, tan simbólico. Pero vivir sí le gustaba y por eso sigue presentándose donde está su gente. Gozar sí le gustaba.” La psicóloga les hablaba en pasado. Me preocupa.

Yo la escuché. Ellos, los psicólogos, lo explican así. Con esa distancia, con esa ecuanimidad. Pero es una postura. Hacen lo que pueden, se tienen que ganar unos mangos. De cualquier manera, su explicación me satisface. Es una buena profesional. Y el dogma y el rito que inventó el judío están bien. Les sirve y sirve.

Ella no tiene la menor idea, pero la explicación que ha dado me satisface. No tiene la menor idea, ¿cómo podría saberlo si apenas le puedo hacer sentir un soplo?

Con la única que puedo hablar es con mi hermana. Con ella, la comunicación es como siempre. Nos vemos en el consultorio y nos sentamos en la sala de espera. Allí hablamos cuando se van todos. Nos gusta. Alargamos los temas, buscamos otros. Estamos de acuerdo en política. Ella es más pesimista, pero también menos exaltada, menos radical.

Yo le dije que no fuera. Que se quedara porque lo que iba a ver era terrible. ¿Para qué?

“Dejá que se ocupen los bomberos, la ambulancia”, le dije. Si me veía así, destrozado, en el piso, la iba a matar. Y se quedó, me hizo caso.

No la puedo cargar con todo el peso de la comunicación conmigo. Por lo menos sabe que no pasó nada, que apenas sentí un desasosiego, una melancolía. Apenas me dio un poco de lástima lo que hice con la granada. Pero fue necesario. Van a decir que fui un desagradecido, que me destrocé sin reconocer todo lo que mi cuerpo había hecho por mí, sin valorar su fidelidad, sus pocas quejas. Se deben creer que es un perro. No es un perro, soy yo. Son unos pelotudos todos.

Mi hermana hizo silencio cuando se lo expliqué. No sé si está de acuerdo pero me entendió. A veces la hago cambiar de opinión. Ella suele comprenderme.

Y así como estoy, como veo las cosas ahora, ¿cuál es el problema?

El problema es que puedo pensar pero no puedo comunicarme.

Ayer fui al asado de los primeros viernes de mes. Sabían que estaba allí pero no me dieron mucha bola. Apenas Lara me dijo algo. Que cómo estaba, me preguntó. Cómo voy a estar.

Se me había ocurrido agarrar un lápiz y escribirles. Pero el lápiz no marca la hoja. Ni siquiera la presiona. Es como si se transformara en algo etéreo, sin cuerpo, como yo, la puta madre. Empiezo a tener ganas de insultar. Es raro en mí.

Alguno lo vio, al lápiz, digo. Pero no le dio —no quiso darle— mayor entidad. Se cansan. No soy tan importante. Ellos para mí tampoco, pero es claro que necesito hablar. No puedo estar pensando siempre. Hablar con mi hermana no me alcanza. Cogito, ergo sum. Andá a la concha de tu madre.

 

Lo peor es que ahora me agarró ganas de coger. Tengo ganas de decirlo así. Bah, si yo no puedo decir nada. Por Dios.

Pero se la quiero dar a Lara, me calienta. También me calienta Justina, además me encanta el nombre. Me parece que soñé con ella, que la besaba así como se besa previamente a coger. Me muero de ganas de coger. Y no sé si pueda. Si me meto en la cama de Lara quizá sí, y quizá no se dé ni cuenta. Porque no me sienten: apenas un soplo. ¿Le gustará sentir un soplo en la concha? Seguro que sí. Estaría bueno. A lo mejor se ríe y lo disfruta. Las minas tienen muchas fantasías. Si le doy con todo tendrá que sentir algo. Yo voy y le digo que no se preocupe, que no le hace nada, que no le hace nada, como le decía a mi secretaria para joderla mientras la apretaba contra la pared. Eso estaría bueno. Seguro que le gusta.

Mañana voy a la casa y espero a ver si entro. ¿Pero cómo le hablo, cómo me comunico? No puedo creer que a mi hermana hasta puedo llamarla por teléfono. El único número que se marca cuando tecleo es el de ella. Los demás, cero. Como en la ruleta, cuando me cantaban el cero. Pedazo de hijos de puta. ¿Por qué tengo tantas ganas de putear?

Cuando me cantaban el cero yo le pegaba un trago bestial al potro de whisky y me hacía el indiferente pero, en realidad, me quería suprimir. Esa es la palabra, suprimir. Me gusta.

Y al final me terminé detonando. También me gusta la palabra detonando. Pero no te mata. No sé. En realidad no pasa nada doloroso. Tendría que demostrárselo a todos.

Quiero pensar en cogérmela a Larita. Larita, linda perrita. Si me escuchara, seguro que le encantaría.

Pero no creo que pueda. Si no tengo con qué.

No, la puta madre, no voy a poder. No puede saber que soy yo. ¿O sí? No, se va a asustar. Tal vez podría demostrarle que soy yo.

¿Y si me odia? No estaría nada mal. Cogérmela mientras me odia. Me encanta. A quién no le encanta odiar mientras coge. Yo la reodio y por eso estoy así de caliente. Pero no se lo puedo decir. No se lo puedo decir.

No tengo ganas de verla a mi hermana. En realidad no quiero aburrirla más. Nos lo pasamos hablando de mí. Y se parece al hastío. Yo nunca supe lo que era el hastío. Me lo había imaginado pero nunca lo había sentido. Ahora sí, lo que sucede ahora es eso. Es el apogeo del hastío. Si, de veras, lo que quería era liberarme del cuerpo, seguro que esa decisión no consideró la dosis de hastío que tengo que pasar. Digo dosis porque a veces el mismo pensamiento me hace olvidar. Es una paradoja. El pensamiento me hace olvidar. Pero me termino acordando de lo que es pensar. Pensar no es actuar. No puedo actuar. No me dejan. ¿Quién mierda no me deja? ¿Yo mismo?

Sí, yo mismo. Yo hice reventar la granada. Quizás para eso tenía tantas armas.

¿Por qué hablo en pasado? ¿Es que ya no tengo las armas?

Siempre me gustaron y hasta darme un tiro en una pierna sin querer no me jodió para nada aunque me tuve que comer cinco meses de recuperación. El tiro me destrozó la rodilla y siguió la línea del fémur. Pero me produjo lo mismo que ahora, al principio. No sé cómo decir, estupor. Eso, estupor, un estupor tranquilo.

Así andaba al principio. Hasta me parecía simpático, pero ya no. Necesito a los demás. Eso es dejar de ser, que no haya demás. Y yo estoy dejando de ser. Con mi hermana, apenas me alcanza. Necesito demás, aquí, conmigo. ¿Cómo hago para cogérmela a Lara?

Se me ocurrió una idea. Parece una bestialidad. Pero, ¿lo es?

La pregunta es si yo soy responsable. No lo sé. Diría que no. Ya no soy responsable de nada, prácticamente. Digo prácticamente porque con mi hermana me comunico. Con ella sí tengo alguna responsabilidad. De alguna manera no la necesito aquí porque ella está. Es claro que, con el resto, no tengo ninguna responsabilidad. Para mí no rige la ley. No creo que me puedan meter en cana. Me gustaría que me condenen a muerte. A la silla eléctrica. Seguro que hace masa, se produce un chisporroteo de órdago y vuela todo a la mierda. Si pudiera escribir.

No hay ley que me alcance. Increíble. Salvo la mía, si es que eso existe. Y sí, existe, si no, no estaría pensando, digo. Lo peor es que me lo paso diciendo y nadie escucha un carajo. Lo que diferencia hablar de pensar es que alguien escucha. Aquí —aquí… me da risa—, sin embargo, hay una ley. Porque hay algunas cosas que puedo hacer y otras que no. Por ejemplo prender un pucho. Y discar el número de mi hermana y hablarle por teléfono. Se ve que me sale la voz cuando estoy con ella.

Si puedo prender un pucho, quizás pueda hacer otras cositas. Desde lo de la granada me lo paso pensando en lo mismo. Interesante. Al final para eso sirvió mi afán de coleccionar armas. Lo que me preguntaba mucho antes de usarla era si funcionaría. La miraba y era difícil saber si, de verdad, tenía la capacidad de explotar. Y explotó nomás. Para mí sin ruido. Voy a hacer una prueba.

Ya sé que puedo. Me gustó. Me gustó mucho. Y pude. Escuché el sonido de los vidrios rotos. Ahora es cuestión de elegir. Está bueno. Puedo formar una comunidad a mi antojo. Con los que yo quiera. Con los amigos. Hay que ver si a ellos les gusta. Capaz que no. Además, ahora, ¿quiénes son mis amigos? ¿Qué es tener un amigo? Lo que yo necesito es que me escuchen. Eso es lo primero, no me tengo que olvidar.

Y formar una comunidad a mi antojo puede ser una cagada. No sé por qué no dejo de putear. No me gusta. Decía. Decía… qué ridiculez. Decía cómo distinguir los que más quiero de los que menos. Cómo distinguiría lo bueno de lo malo. Lo antipático de lo simpático. A mí me hubiera gustado ser simpático. Pero terminé siendo un amargado al que nada le venía bien. Creo que no tengo que pensar tanto. Tengo que actuar de una vez. Con los escasos medios de los que dispongo. Me gusta la frase. Parece solemne. Señores, infelizmente, no dispongo de abundantes y variados medios como la mayoría de ustedes. Sabrán, entonces, excusarme de tener que echar mano a lo que mis exiguas posibilidades me ofrecen. Aquí estoy yo. Esto es lo que hay. Después hagan de mí lo que quieran.

Sí, me estudio una frase así, de memoria, y la digo. Se la redigo. Aunque no creo que escuchen un carajo. No sé por qué, pero se me ocurre que en esa oportunidad me van a escuchar, quién sabe. Y mejor que lo haga con los que conozco. No quiero sorpresas. O mejor dicho, no quiero empezar así nomás. Tengo que tener un poco de método. Tengo que ser juicioso como Dadi. Él también, casi seguro, va a estar allí.

Todo bien programado y ordenado. Me voy a dar cuenta enseguida de si funciona. De eso no hay duda.

No falta mucho para el primer viernes del mes que viene. No falta casi nada. No voy a hacer ninguna prueba más. Ya vi que funciona.

Es viernes.

Lo raro es que no tengo sueño. En realidad no es raro. El sueño le pertenece al cuerpo más que a otra cosa. Y lo que se dice cuerpo mucho no tengo. Aunque creo que he dormido un poco después de la detonación. A eso se referirán los pibes cuando usan la palabra. Tal vez.

Anoche a la madrugada la llevé y la dejé en el container, con la basura. No se hubiera visto bien flotando en el aire, volando a media altura.

Voy por San Martín hacia Urquiza, seguro que están en el quincho. Ya doblo por Urquiza. Estoy a media cuadra. Me hace acordar a cuando llevaba la granada en la mano izquierda. Era como si yo mismo me fuera contando todo.

Cómo debe haber quedado la mano izquierda. En realidad no debe haber quedado. A lo mejor el muñón sanguinolento del brazo. Me gusta pensar que me gusta pensar en esas cosas. Lo que quiero es escandalizar. Tengo un oscuro gusto por provocar, por hostigar. Estoy resentido. Eso dirían. Pero es mucho más. En el fondo quisiera que se dieran cuenta y que alguno hiciera o dijera algo que me permitiera ver las cosas de otro modo. Radicalmente de otro modo. Porque es imposible ser feliz. Y, sin embargo, peor es estar solo. Sin demás. Calculo que hoy le doy una solución al problema. Así decía Titi Rincón, el plomero. Con ese nombre, era muy capaz de darle una solución al problema. Espero que mi solución no produzca los disímiles resultados que producían las suyas. A él la ciencia le iba revelando su multitud de leyes de a una. Pero se ve que tendía a olvidarse.

Nunca me pasó a mí. O casi nunca.

¿Qué tendrá que ver? Habría que preguntarle a la psicóloga que les dijo que me importaba más la imagen que el cuerpo. Si lo único que somos es nuestra imagen. ¿Qué otra cosa puede ser algo sino su imagen? Sus imágenes, mejor. Tantas como tantos otros haya, más una: la que se tiene de sí mismo.

Llegué. La saco del container. Funciona otra vez y voy a la escalera. Empiezo a subir los siete pisos. Nadie va a usar la escalera.

Ya los siento gritar. Se han tomado unos buenos vinos. Ojalá Lara no esté en la terraza fumando. Tengo que tener la suerte de que estén todos sentados. Y no tengo que parar hasta estar completamente seguro. No creo que haya salido a fumar, por la hora.

La puerta está entornada.

Me detengo como para concentrarme.

Listo, allá voy.

Empiezo.

Tengo para rato.

No escucho nada pero veo los gestos, sus muecas.

Veo las botellas romperse.

Luis se agarra del mantel y tira los platos al suelo.

Despacio. Con cuidado.

Voy a seguir hasta estar seguro. Tengo suficiente.

Lara alcanza a pararse. Le veo la espalda, el suéter con el lamparón rojo en su espalda y, enseguida, el efecto. El lamparón. Cómo se sacude. Se desbarata. Eso, se desbarata.

Lo veo a Guillermo arrastrándose. La dirijo hacia él.

Me detengo. Voy a repasar minuciosamente a todos. Quiero estar seguro.

Ya habrán escuchado lo que yo no escucho y estarán por venir. No, todavía, no. Son cagones.

Termino. Ya termino.

Me la llevo. No la voy a dejar aquí. A lo mejor tengo que usarla de nuevo. A lo mejor.

Bajé las escaleras. Había dos o tres viejas como locas. No vi ningún hombre. Al final no pasó nada. Una boludez. No. Casi una boludez. Siento una sirena. ¿Será?

No pasó nada,  eso es lo que me preocupa. Ya estoy llegando de nuevo a calle Córdoba y nada. Pienso en la comunidad y me angustio. Ninguno apareció todavía. ¿Y si no me puedo juntar más con ellos? Estoy empezando a asustarme. ¿Y si no los veo?

Cómo será ser sin demás.

No, por favor.