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Siempre allí

Por Ebel Barat

Tenía que llegar. Esta mañana tenía que llegar. Yo lo pensé muchas veces, pero nunca me imaginé que iba a ser así, con este airecito de primavera, con este viento fresco que entra por la ventana. Pensé en este día desde siempre. No tengo miedo, estoy un poco triste. Me hubiese gustado que fueran ellos mismos los que lo hicieran. No esta gente que no conozco. Porque después de tanto tiempo, una se vuelve como de la familia. Cuántos años. Mejor ni los cuento. Muchos años, pero todavía me acuerdo bien. O me parece que me acuerdo bien. Quién sabe. Quién sabe lo que hizo el tiempo con mis recuerdos. Y mis recuerdos con las cosas que pasaron. De esas siestas de verano yo no me acuerdo con el placer que debería, aunque las durmiera él. Será porque todo pasó. Será porque me quedó la amargura de tantos días que me trabajaron en la casa de Salvá y Anchorena. Tantos días grises donde todo lo contaminaba esa mezcla de amargura higiénica y resentimiento civil de la tía Clemencia. Esa imposibilidad de ser alegre como él. Esa gordura mal llevada adentro de los vestidos que cumplían por obligación con las dos exigencias mínimas: taparle el cuerpo y ser calificados de vestidos. Cómo no me iban a moldear esos tiempos si nunca, nunca literalmente, le noté un gesto de dicha. Qué obligación irrenunciable debe ser vivir para vivir así. Sí, eso transmitía, la obligación de vivir con dignidad, aunque no le gustara. A mí me marcaron los olores. Es lógico, después de tanto contacto. Su olor era desagradable, obligatoriamente limpio. Él era alegre. Por lo menos intentaba la risa. Qué hombre tan lindo. Tenía un cuerpo hermoso, ancho pero delicado. Las piernas largas y las rodillas un poco juntas le daban una elegancia que lucía con toda aplicación. Bastaba verlo posando de perfil en la foto del dormitorio amplio y con olor a sombra en verano. Eso sí que me gustaba, el olor a él y el olor alrededor de él. Olor a madera seca, a piedra al sol. Olor a sano. Me gustaba el olor que me dejaba después de las siestas. No se demoraba en los preliminares. Enseguida le sacaba la ropa y la acostaba para besarla y acariciarla. Se veía que a ella eso le gustaba. Ella era una petisa callada, pero de mucho carácter. Y en el sexo, sin ningún prejuicio para esos tiempos. Sí, a ella le gustaba acostarse con él y disfrutar lo buen mozo que era. Disfrutar de sus abrazos, de su potencia, y sobre todo de su ternura. Era una petisa de carácter. Ella comandaba las acciones y le pedía. Así o así, pero bien. Hablaba perfecto el español. No tenía nada de acento. Se notaba que venía de una familia fina. La escuché decir que había hecho hasta cuarto grado, que era toda la primaria en aquellos tiempos. Y la petisa parecía poco para tremendo hombre, tan buen mozo. Pero no. Se veía enseguida que la petisa era más inteligente, y sobre todo que lo quería mucho. De verdad, como quiere una mujer inteligente. No le faltaban candidatos. Los había tenido, pero a pesar de lo inquieta e inteligente, la petisa era una mujer de antes y no pasaba a mayores, salvo con el chileno. La verdad es que el chileno era el único que le hacía sombra a él. Quizás también el de la estación de servicio de la calle Ayacucho, pero ése era más bruto. Estaba loco por la petisa y ella lo tenía solamente para entretenerse. Con el chileno fue diferente. Se veía claro que el chileno, tras ese modo de hablar chiquito, quería acostarse con ella. Ninguna otra cosa. Y se salieron con la suya. Dos o tres veces nada más, lo suficiente para herirlo a él, que nunca lo supo, pero que de alguna manera lo sabía. Y la petisa llevó el secreto con la dignidad que da la verdadera ternura. Y él lo llevó como pudo. Los dos se querían mucho, pero él la necesitaba mucho más que ella a él, como casi siempre. Y la petisa lo parió a Mario. Porque fue eso: parirlo. Por favor, qué grande era. Un monstruo, más que un bebé, y qué enchastre asqueroso. Esa vasca que la ayudó era una bestia. Haga fuerza m’hija, le gritaba la vasca mientras manipulaba entre las piernas. Yo hacía fuerza con ella, qué angustia. No salía. La petisa mordía las sábanas almidonadas. Almidonadas. Para qué con semejante enchastre. Entonces parecía que la bestialidad aseguraba un nacimiento más vigoroso, y un chico más vigoroso también. Yo pensé que la pobre petisa iba a gritar como un cerdo. Pero no, la petisa lloraba lágrimas de piedra, con semejante bestia, pero apenas unos quejidos. Y eso que los desgarros la dieron vuelta por dentro y nunca más pudo embarazarse. Mejor, porque otro así la mataba seguro. Qué alivio cuando empezó a llorar. Enseguida le preguntaron si lo quería al lado de ella, y ella dijo que no, que se lo llevaran un rato. Pobre, qué esfuerzo. Mario, le puso la petisa, y llegaron flores de los amigos. Una sin tarjeta. Él ni se dio cuenta, pero ella sabía de quién era. Eso le gustó. Parida y todo seguía siendo mujer. Hablaba chiquito el chileno, pero era un tipo bien. Por eso le habrá dolido tanto a él, que no sabía, pero sabía. Él era orgulloso y seguro de sí mismo. Competitivo como pocos. Y muy sensible a la belleza, a la calidad de la belleza. Un hombre hermoso, como le dijo esa mujer tan alta cuando él la miraba erguido sobre ella. Qué fuerza tenía en los ojos, imposible no entregarse a la fuerza de esos ojos. Reunían poder y dulzura a la vez. Él era un tipo sensitivo. Por eso se dio cuenta enseguida de la clase que tenía el chileno y no lo podía ni ver. Dos o tres veces se acostó con la petisa, pero me pareció que no se sintieron bien. En realidad, fue como si cumplieran con lo que tenía que pasar. Los dos eran de carácter y los dos sabían que estaba decidido. Me pareció que la petisa estaba un poco ausente. Como cuidándose de no enamorarse. Y con el chileno todo quedó allí, sólo como para evitar una mirada en las pocas oportunidades en que le habrá tocado encontrarse, a lo mejor en el famoso club de cazadores o en esas cuadras que empezaron a ser cada vez menos silenciosas. Con él era diferente, con él la petisa se expresaba más. Lo hacía para gustarle. Yo me acostumbré mucho al olor de él y al peso de él, y a lo inquieto que era. Daba vueltas sin parar. Fueron buenos tiempos. Les vieux bons temps, diría la mujer de Lucio, con esa desesperación por todo lo francés. Antes fue mucho peor. Soportar así, sin decir nada a la tía Clemencia. Todos la llamaban la tía Clemencia, hasta los que no eran sobrinos, incluso los hombres de su edad. Esa sí que de sexo nada. Solamente esas siestas chorreando carnes y roncando como dos horas. Qué desagradable tener que aguantar eso. La tía Clemencia tenía muchos sobrinos, pero no venían a verla. Sería muy difícil para un chico visitar a alguien que jamás se reía. Solamente venían los hijos de su hermano más joven. Esos chicos sí venían. Eran dulces, los dos. Es curioso, pero la trataban con cariño y le sonreían siempre. Qué habrá sido de esos chicos. Deben estar bien grandes ahora. Era difícil, pero más difícil fue después del ataque. Ya casi no se levantó más. Fue insoportable tener que aguantarla todo el tiempo, echada como una planta. Una planta que no hacía más que seguir comiendo y ensuciándose. Esa es la que me tocó, qué podía hacer. Hasta que se murió, por suerte. Es simple el momento de la muerte. Me acuerdo bien de ese ronquido tan potente y de cómo se le desinfló el pecho para quedarse aplastado sobre el colchón. Por fin, pensé, pero enseguida me vino aquel miedo. Qué miedo terrible. Hubiera querido poder gritar que la sacaran de una buena vez, que la sacaran ya. Al final se la llevaron. Fue un alivio. Todo llega. También llegó este día que siempre traté de imaginarme y que resultó tan diferente a todo. Qué diferentes me parecen estas manos poderosas. Tienen mucha importancia las manos y cuando yo quería imaginarme este día creo que nunca pensé en el papel de las manos. De estas cuatro manos tan omnipotentes. Tan dueñas de mi destino. Es algo parecido a cuando vine al departamento de Lucio y de Susy. Qué rara me sentí en ese departamento. Qué raro me resultó el dormitorio tan estrecho y con los techos tan bajos. Cuando me tocó el otro dormitorio fue diferente. Ya me había acostumbrado. Además, ellos eran muy entretenidos. Siguen siéndolo. No saben cuánto me duele tener que dejarlos. Pero así son las cosas. Yo sabía que tarde o temprano iba a pasar. Lucio le venía diciendo a ella que tenían que hacer este cambio. Él la convenció de que ahora son más amplias, más cómodas. Y yo qué puedo hacer además de aceptar estas cuatro manos que hacen lo que quieren. Cuánto me entretuve con estos dos. Qué paciencia le tuvo siempre Lucio a las veleidades de Susy. Yo no sé cómo hacía para aguantarse tantas películas francesas. Pero se ve que no lo afectaba demasiado porque cuando volvían del cine terminaban haciendo el amor de la mejor manera. Qué bien la pasan todavía. Ni hablar de cuando fuman marihuana y escuchan a Los Beatles. Música vintage dicen ellos. Susy se vuelve una cotorra. Pero me encanta oírla cantar Penny Lane mientras hace el amor. Hay que aguantar semejante bochinche y ese galope alegre arriba de él. Y después sentir cómo se van quedando dormidos. Cuántas noches. Cuánto tiempo de ojos cerrados, de respiración regular. Cuánto compañerismo y cuánta soledad también. Pienso que quizá me gustaría estar cuando le toque parir a Susy, pero seguro que no va a ser aquí. Si eso pasa, será en otro lugar. Ya no es como en la época de la petisa, qué asquerosidad. Pero esos también fueron buenos tiempos. Después de la tía Clemencia que me dejó marcada, los tiempos fueron mejorando. Por eso los extraño a la petisa y a él. La tía Clemencia me dejó marcada, eso todos lo saben. Lo que no saben es hasta dónde me marcó él. No saben cómo me enamoré de él, de su olor, de su peso, de esa sonrisa increíble cuando empezaba a acariciar a la petisa. De esos ojos cuando estaba erguido encima de aquella otra mujer alta, tan delicada. Y del dolor que sentí cuando se lo llevaron la segunda vez. Había vuelto del sanatorio, ya no era el mismo. Ya se le había ido el ser. Y cuando se lo llevaron la segunda vez supe que nunca más volvería a sentirlo. Cuánto lo amé. Haber venido a parar aquí fue también muy lindo. Tuvieron que pasar esos primeros días en el departamento, con el dormitorio tan minúsculo que parecía que las paredes me iban a apretar. Enseguida se me pasó con tanta alegría de estos dos locos. Hay que aceptarlo, yo sabía que llegaría este momento. Vamos a cambiar la cama de la tía Clemencia por una más amplia, dijo Lucio. Lo que nunca pensé fue en la importancia de las manos tan seguras y poderosas de estos dos, que sin herirme en absoluto me están empezando a desarmar para llevarme a algún depósito. Cómo será un depósito. Qué puedo saber yo de un depósito si apenas conocí cuatro dormitorios en todos estos años. Además, estando desarmada es difícil que me dé cuenta.