Por Ebel Barat
Juan, el que sufre, ya está cansado. Muy cansado.
Tiene su decisión. Es un poco cruel, pero ha hecho todo lo humanamente posible. Es cruel porque tiene la certeza de que Annelie todavía lo quiere mucho. Annelie todavía le arregla la camisa y le peina el mechón de la frente que se puso ralo y blanco de golpe.
Nunca dejó de quererlo. Y no pidió nada a cambio. Quererlo fue su decisión y se sumergió en su amor. Eso parece bastarle. Además, él aún se sigue esforzando para sostener ese camino de atardeceres. De trabajo y ternuras.
Y ahora Annelie puede con esta melancolía nueva y no pierde el modo de su mirada. Es su fortaleza. Esa mirada segura que él decidió no defraudar nunca.
Juan, ya se ha inoculado, y el tiempo que tendrá que esperar para que termine con todo no será mucho. Ya no salta de la silla, ágil y seguro, para buscar quién sabe qué cosa. Ya no camina flexionando sus piernas rápidas como si todo valiese la pena. Y el nuevo temblor de sus manos lo mortifica. Pero no va a ser largo. Eso lo sabe bien. Sabe que el inóculo no puede fallar.
Dudó durante meses, pero después supo que no tendría otra salida que salir de sí mismo. Salir de lo que era. Y eso no podía hacerlo permaneciendo con ella.
Había buscado esforzadamente. Se había llenado de teorías para poder sostener ese estado y, a la vez, sentirse satisfecho. Sentirse tranquilo. Frecuentó prácticas y gurúes. Puso su voluntad al servicio de un porvenir que no era, que no era ni siquiera una ilusión. Porque cada momento seguía siendo ternura y melancolía. Y silencio. Un silencio que Annelie aceptó. Como ahora acepta la ferocidad con que el hombretón al que amó durante años decae minuto a minuto.
Juan, piensa que no tiene otro modo. Si el fuese diferente, en fin, si fuese otro, Annelie, a quién no puede defraudar, se quedaría sin él. Se quedaría sin él, con él presente. Eso sería peor. Eso sería faltar a su compromiso de la peor manera. Él le prometió que se quedaría con ella hasta el final. Eso es, sólo hasta el final. Y no la va a defraudar.
Para Annelie, cuidarlo en este trance forma parte de su manera de amar. Y en el fondo, asistirlo en su tristeza, darle el agua de su mirada, es también un modo de la felicidad. Así es Annelie, extrañamente bella. Con su copioso pelo negro echado sobre la frente y sus ojos claros, planos y larguísimos, que miran como si no pudiese ver del todo. Que miran como si estuviese allí, pero no del todo. Cómo si algo los llamase desde atrás o desde un costado. Unos ojos a los que él no podía resistirse, aunque a Annelie nunca le interesó seducir. Annelie no mira en una dirección. Echa su mirada abarcando las cosas que están y las que no.
Dar fue siempre su modo de la felicidad. De dónde sacaría Annelie esa voluntad de dar. Esa imperiosa voluntad de compartir el hambre o la fatiga.
Él lo vio desde un principio y por eso se decidió por este camino. Pero tenía que dejarla libre. Era una manera de terminar con tanta vocación de sacrificio. De él, seguro. Y quizá de ella también, quién sabe. Tal vez, por esa misma voluntad compartida, es que la había elegido.
A Annelie la conmocionó hondamente acompañar el inútil esfuerzo de los médicos. Ver cómo de repente él se llenó de canas, percibir sobre su cuerpo los estragos de la vejez en pocos días, le quitó ánimo. Pero curiosamente no se desesperó. Siguió trabajando. Como en la certidumbre de que no podía hacer otra cosa. Y por cierto que no podía. Lo que Juan ha hecho, no tiene retorno.
Ya desde joven, Annelie había aprendido a afrontar el dolor con la blandura de la aceptación. Era un ejercicio que ahora ponía en práctica cada día, donde el trabajo físico tenía un protagonismo instantáneo. Frente al golpe de la adversidad, ese trabajo casi inconsciente, era adquirir una oquedad fría que comenzaba en su pecho expandiéndose de inmediato desde adentro. Después esa misma oquedad le recorría el cuello y los brazos para terminar saliéndole por las manos transformada en cariño. Y sus manos enseguida buscaban las de Juan como buscarían las de cualquiera que viniese lastimado.
Y allí están, en la mesa redonda del living mirándose sin poder mirarse del todo. Con la honestidad de saber que ambos se engañan. Con una comprensión de amigos que no podía ir más profundo. Son, también, una pareja.
Y es, de siempre, tan natural en Annelie, que hasta lo tomó con cierto humor. Se lo ha dicho, en medio de su sonrisa a él, que la eligió y no puede dejar de amarla. Así ha sido, nunca se ha permitido dejar de amarla.
Annelie le ha dicho, en medio de una sonrisa plena, que no es nada feo este señor mayor, sino, más bien, un viejito cálido y elegante. Y él también le ha soltado una sonrisa.
Igual da miedo volverse un anciano tan rápidamente. Dan miedo las manos manchadas y la piel casi transparente y seca. Da miedo lo que pronto va a pasar. Pero no hay vuelta atrás y eso es un consuelo. Arrancarse de sí mismo es también arrancársela a Ella, a Ella, que siguió acompañándolo y doliéndole cada día. Que va a seguir acompañándolo y doliéndole cada día mientras esté con Annelie. Ella nunca dejó de estar presente y ya no lo podía soportar más.
Y además estará su réplica, su otro Juan, llevando la vida que él hubiera debido llevar.
Su réplica, el otro Juan, de algún modo protegido por él, para que pueda cumplir con lo que tenía que ser su obligación: la alegría.
Su réplica, no tiene que llevarla a Ella adentro sin verla, con su soplo de angustia lerda y constante. No tendrá que afrontar ese presidio que terminó siendo implacable. Esa traición constante a Annelie.
Porque él, ni aún con paciencia, enfrentando la prisa por sentirse libre, logró su objetivo.
La prisa no es elegante le dijo aquel taxista en su país tan ancestralmente occidental. Y él, por lo menos, tenía que ser elegante, porque la elegancia le daba dignidad. No dejaba de sorprenderse de estar terminando como un anciano cálido y elegante.
Un anciano que, ojalá, no pierda la dignidad que tanto cuidó, cuando lleguen los últimos momentos. Y son cada vez más previsibles esos últimos momentos. Qué rápido actúa el inóculo. Y cómo asume Annelie un diagnóstico incomprensible, con esa quietud suave y aplacada.
Es verdad, no había tenido apuro. Pero, había esperado sin paz. Y ya no tenía ningún sentido. Cuántos intentos vanos, cuánto trabajo malgastado. Ni siquiera aquel ejercicio inaudito de controlar los sueños, aquel ejercicio que aprendió de ese yogui. Otro yogui que se pone a esparcir su mensaje que, en un país tan ancestralmente occidental como el suyo, parece casi una medicina, un alivio.
Y por cierto que lo había logrado.
Había logrado eso que muy pocos creerían, o que verían como algo muy difícil de concretar. Juan lo había logrado: soñar con Ella. Soñar con Ella cuando él quisiese.
Lo curioso es que no le fue tan difícil. Pudo casi enseguida. Tanto era el deseo de estar con Ella. Tanto espacio le ocupaba en la capacidad de sus pensamientos.
Había logrado estar con Ella cuando soñaba. Eso, durante un tiempo, ocurrió cada noche. Mientras lo hacía, estaba completamente con Ella. Con la dicha de ser libre. De amarla entre conversaciones y risa. De metérsele en el cuerpo y percibir ese olor tan felizmente de ella. Ese olor a almendra que sólo Ella podía tener. Y que él conocía porque era sólo de Ella. La veía en su cocina, extendiéndole una taza de té y soltándole su música. La música que lo calaba tan hondo. La música que le hubiera gustado encontrar a él. Era una música que venía de Ella, que había llegado sin que él la buscase. Y era la mejor. Mejor que la de su archivo tan elaborado y selecto.
Pero lo cierto es que toda esa dicha tenía su contrapartida cuando despertaba. Se sentía como un traidor frente a Annelie. A Juan le costaba mucho no despreciarse cuando cerraba los ojos y se disponía a soñar. No había encontrado otra cosa. Annelie, si algún día lo descubriera, siempre lo comprendería.
Porque Annelie lo ama como debe, piensa Juan, él la ama como puede.
Y cuando al despertar tenía que afrontar la ternura sonriente de Annelie, era triste. Era triste devolverle la sonrisa con la angustia de que ese sentimiento constante de la falta de Ella, tal vez, no se fuera nunca.
Ella se lo había dicho durante los últimos tiempos. Ella que miraba con toda su intensidad en una sola dirección, que irradiaba fiereza desde una delgadez naturalmente delicada. Ella se lo había dicho: “puedo entender que te vayas con Annelie, pero yo no puedo abandonarte, yo no te voy a dejar, no sé si voy a hacer daño, pero yo sé que no puedo dejarte”.
Juan, ahora lo comprendía mejor. Estos años se lo habían demostrado. Y no encontró otra solución que la que ya había puesto en práctica. Porque el no iba a alejarse de Annelie hasta el final. No podía hacerle eso.
Pero, en cambio, a su réplica, el otro Juan, eso no le pasaría. Por eso él, que sufre, había dejado su país tan ancestralmente occidental para radicarse con Annelie en este país que supo ser una promesa, pero que iba dejando de serlo. Había dejado su país para alejarse de su réplica, su otro Juan. Para llevarse a Annelie. Y así tenía que seguir. A su réplica había que preservarlo de que conociera a Annelie.
La idea le vino cuando leyó a cerca de las dificultades que tenían los antropólogos para replicar a un hombre de Altamira.
Los hombres, ya se sabe, están completamente en sus obras. Las obras le pertenecen al instante y al hombre, como el hombre al instante y a su obra. El hombre de Altamira estaba completamente en su testimonio. Completamente al momento de pintar el ciervo. En el ciervo estaba todo el hombre que lo pintó, el hombre de esos minutos. Un ciervo así, solamente podía pintarlo alguien así.
La ciencia ya había logrado replicar seres vivos desde sus huellas. Y al hombre desde sus obras, donde estaba inscripta su voluntad. Los antropólogos, quizá con cierta curiosidad folclórica, querían conocer personalmente a ese hombre de Altamira. Pero la pintura no se conservaba intacta y había muchos puntos oscuros que impedían cerrar el circuito. Esa era el principal escollo para traer al presente a aquél que en la prehistoria había pintado su ciervo en la roca. Tendrían que hacer ciertas concesiones con el grado de conservación de la pintura y completarla a sabiendas de que el resultado no sería idéntico.
Como idéntico no sería Juan, el otro Juan, pero sí mucho más ajustado.
Con una firma de antes de conocerla a Annelie no habría ningún problema. Además, una firma era lo mejor y lo más directo. Eso lo sabía desde la época del colegio, cuando se intentaba materializar todo el hombre que estaba detrás de un registro tan íntegro como la firma. Algo tan viejo y tan vigente. Mejor que otros testimonios de un hombre, había demostrado tener un ajuste casi completo en la replicación. Mucho más que la clonación a partir del ADN. Con eso sólo se había logrado reproducir un cuerpo genéticamente igual, pero nada más.
En las manifestaciones del hombre, además de su cuerpo, estaba su alma. Y regenerarlo desde una de ellas, desde su firma, era, casi, formar un ser idéntico. Casi porque algo siempre cambiaba. Siempre pasaba tiempo entre la realización de la obra, entre la ejecución de la firma y la replicación. Y el tiempo, aunque mínimo, era una diferencia. La firma también cambiaba en ese lapso de tiempo con individualidad propia. Pero los rasgos eran los mismos.
Por otra parte, las circunstancias del replicante ya no serían iguales que cuando firmara el replicado. Pero la relación era tan estrecha, que, lo que de allí surgía era, en definitiva, prácticamente idéntico en cuerpo y alma al hombre del instante en que la había ejecutado.
Es curioso, todo cambia con una aceleración que la humanidad ha aprendido a proyectar, pero la costumbre de firmar se ha conservado intacta. E intactos también estarían Ella, su otra Ella y Juan, su otro Juan, como antes de aquél encuentro en la Academia de Literatura Inglesa. Antes de que Annelie apareciera en su vida.
Al principio pensó que podría manejar el manso interés que le suscitaba Annelie. Que no pasaría de un acercamiento entre seres que experimentan una simpatía sencilla. Pero no fue así.
Él, el que sufre, al que tanto le gustaba trabajar sobre los textos de esa gente misteriosa, los ingleses, tuvo que dejar la Academia para irse con Annelie y dejarla a Ella. Nunca supo bien por qué.
Pero su otro Juan, en cambio, la podrá disfrutar cuanto quiera. Podrá seguir disfrutando de sus estudios cuanto quiera. Y es seguro que no los va a abandonar nunca como, dolorosamente, tuvo que hacerlo él para irse con Annelie y separarse de Ella.
Su réplica no debe conocer a Annelie. Para eso se la llevó de su ciudad y de su país. Así su réplica puede seguir con la réplica de Ella.
Aquél Juan, el de antes de Annelie, está íntegramente en cualquiera de sus firmas. Y ella, la Ella del tiempo dichoso, también.
Lo importante era asegurarse del momento de las firmas que utilizarían para materializarlos. Para materializarse ambos.
El punto era conseguir dos firmas legibles de antes de Annelie. Porque si Juan, su otro Juan, la conociera, aunque supiese lo que podría pasarle (él mismo podría advertírselo de algún modo) no podría dejar de elegirla. Y esa sería su desgracia y su segura separación de Ella, su otra Ella.
Para eso ya estaba él, el que sufre. Y Ella también. Pero por poco tiempo si el inóculo funciona en el cuerpo de Ella como en el de Juan, el que sufre.
Ella, que entendió y decidió acompañarlo en su plan y dejar libres para amarse a esos yo que fueron. Esos, sus replicantes.
Sortear la diferencia de tiempo entre el momento de las firmas y el presente en el que se encontrarían al momento de la replicación no iba a ser fácil. Juan y Ella, los nuevos, hallarían un mundo cambiado. Pero llegarían con su amor impreso en sus historias. Esa historia que, para un hombre, sólo acontece en el presente. No iba a ser fácil, pero era la única manera de que, a Juan, el que sufre, podía ocurrírsele. Además, eso siempre sería mejor que pasar por lo que él tuvo que pasar.
Se acomoda con la mano temblorosa el poco cabello blanco que le quedó en la frente neta, con el gesto automático del que alguna vez, tuvo un mechón rebelde, y se pregunta cómo estará Ella. Ella también estará percibiendo la labor del inóculo, esa tremenda aceleración con que el envejecimiento actúa en su cuerpo. Ese cuerpo, otrora tan inmune a esos mismos estragos. Ese cuerpo con olor a almendras. Ese cuerpo libre y orgulloso.
Juan piensa en Ella y se pregunta si ellos, estrictamente ellos y no sus replicas, se encontrarán en algún lugar, en algún otro mundo, cuando todo termine. Si habrá un sitio donde puedan estar como habían estado antes de Annelie. ¿Por qué no pensar así y jugar con otro consuelo?
En fin, conseguir las firmas de aquel tiempo fue muy simple. Bastó revisar alguna de las licencias que habían caducado.
Lo que no fue tan simple fue conseguir el monto exigido para tal encargo. Casi todos los ahorros de ambos. Se acuerda bien de cuando Ella le dio los códigos de sus reservas para que él dispusiese, como si nunca le hubieran importado mucho.
Pero valdrá la pena. La réplica, su otro Juan, ya está con Ella, la nueva. En la paz que sólo Ella puede dar.
Estarán viviendo tranquilamente en su ciudad y en su querido país tan ancestralmente occidental. Eso justifica todo. Porque Ella lo merecía. Merecía que Juan le dedicase su tiempo. Merece poseerlo sin que Juan sepa, como supo él cuando se lleno de desesperación al conocer la puerta abierta de la ternura de Annelie. Esa ternura que lo llamaba de lejos, no como una sirena, pero quizá más irrenunciable.
Su réplica, su otro Juan no va a saberlo, tiene que dormir con un solo sueño.
Juan se pregunta cómo estará Ella. Ella que aceptó su replicación para poder vivir una vida con él. Ella, que aceptó inyectarse el inóculo.
Ella que, en la primera noche en que lo vio, sintió con desesperación aquel cruce de miradas. Ella que sintió que, con ese fuego nuevo, después de tantos otros, sí habría de quemarse. Que se entregó con todo el equipaje que había acumulado después de tantos años de andar tan cerca de la tierra.
Ella que también partió, para dejarlos libres en su país tan ancestralmente occidental.
Ella que partió al lugar donde también, una vez, fue feliz. Allí, junto al río más grande del mundo. Ella que se mira las manos llenas de manchas y la piel más translúcida que nunca. Que levanta los ojos hacia el río que aún nace entre el calor y la jungla, que los cierra lentamente, pensando en su propia réplica… que no va a tener que pasar por este trance.
Ella que cierra los ojos lentamente, por última vez, con el sol en la cara frente al río desmesurado que se lleva agua abajo toda la furia y el amor con que ha vivido.
Juan se pregunta cómo estará Ella mientras Annelie lo mira abriéndole su dulzura desde la silla de enfrente. Mientras sostiene el silencio ofreciéndole la lealtad de su cariño.
Juan tiene sueño. Un sueño que crece diferente. Un sueño, del que sabe que no se vuelve.
Dirige una postrera mirada a sus manos llenas de manchas y a su piel casi transparente. Levanta los ojos hacia Annelie que despliega su callado consuelo.
Baja los párpados, esta vez sin remordimientos, y se rinde por fin a la paz de un sueño del que no ha de volver, de un sueño tranquilo e infinito.
Annelie sabe.
Sabe que el que deja de sufrir, no la abandonó hasta el final.
Annelie sabe y quiere retener el abismo de ese instante para darse cuenta de cómo es, para conocer ese abismo del todo.
Annelie, sin dejar de mirarlo, deja que dos lágrimas le corran por el rostro.
…
Annelie piensa.
Piensa mientras descorre las cortinas de la ventana que da al largo espacio de un país que supo ser una promesa pero que iba dejando de serlo.
Piensa mientras el sol todavía se atreve a descorrer las cortinas de un día claro.
Piensa cuántas cosas que no supo estaban en el alma de él. Qué seres poblarían sus sueños. Piensa en por qué él nunca quiso volver, por qué no dejó que ella lo hiciera.
Annelie piensa que entre antes y después cabe toda la vida, que también ahora es toda la vida.
Decide que es tiempo de volver a su ciudad y a su país tan ancestralmente occidental, que quiere encontrarse con la gente que conoce, que va a poder descansar más cómoda que va a revistar los lugares que le daban alegría, que va a conocer gente nueva.
Annelie decide que va a retomar sus estudios en la Academia de Literatura Inglesa que tuvo que dejar enseguida de conocerlo a él y piensa, con una sonrisa, en la gente nueva que podría conocer allí.