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¡Súcubu!

Por Ebel Barat

La Historia comienza en Lisboa.  Llegamos para la misma temporada a cubrir distintos temas a cerca de la ciudad, yo para el diario y Martín para la revista.

Me gusta llegar a Lisboa por aire, como esa vez. El avión suele cruzar el Tajo antes de echarse al aeropuerto, en medio de la ciudad. Casi siempre hay sol y relucen los techos rojos y los manchones verdes.

Y ahí está Lisboa

Lisboa, que siempre debe querer una descripción de si misma, que debe desear que la noten

Porque Lisboa siempre estuvo allí, y sin embargo no la nombran tanto, como esas chicas en un baile que apenas alguno llega a entrever. Y que después de ser entrevista, cuesta sacar a bailar porque nadie lo ha hecho hasta el momento.

Por algo será, nos decimos, hasta que finalmente, después de superar la típica aversión, nos acercamos.

¿Bailás?

Y claro, Lisboa sale. Tiene la serena convicción de quién se sabe linda si alguien se toma el trabajo de contemplarla.

A mí me pasó algo parecido, en algún otro lugar, seguro. O lo leí, no recuerdo bien. Pero está registrado en mi memoria ese incremento del interés y el gozo que se siente cuando se descubre una belleza inesperada. Supongo que a todos nos pasa.

Así es Lisboa. Desde el mirador de Santa Lucía siempre se ve bonita y limpia, como esas chicas de los rincones en el baile. Y pienso en el buen bacalao con pimientos y con fados que alguna noche me permitió disfrutar.

Así es Lisboa

Pero nunca sabremos cómo era ella. O qué.

Se diría simplemente que era una mulata oscura, casi negra. Pero con los gestos graciosos y menudos de la península. Tenía los ojos grandes, la nariz muy pequeña y unos labios finos que la remitían a la belleza que estaba de moda en los sesenta. Y quizás tuviera más de cincuenta, nunca se va a saber. Porque se notaba que no era una jovencita. Pero tenía la alegría y la frescura de esos morenos que mantienen su juventud casi hasta el final.

Atendía la barra. Era la cantina del Instituto Nacional de Danzas donde tenía que hacer la nota Martín. Yo me puse a observar cómo se bailaba kysomba. Y al mirarla a ella me dije; seguro que lo baila muy bien. Cualquiera hubiera imaginado que ella lo bailaba. Era casi negra y el pelo le caía lacio sobre los hombros. Le sobraba impronta.

Pero no.

Florina, así se llamaba, no sabía bailar, eso dijo. Y dijo que sólo estaba allí para atender la barra.

No sé por qué tendí a descartarla. Estaba trabajando, no era tan joven, y yo había venido con Martín. No me llamó la atención que comenzara a hablar con ella. Solía hacerlo siempre y pensé que era muy capaz de intentar algo. Además, esa tarde tenía la actitud: los ojos entornados y la sonrisa indeleble. Podría decirse que era fruto del ocio, de la ciudad nueva, pero yo sabía que era las tres o cuatro largas pitadas que le había dado al porro. Había que tener paciencia.

Pasaban los minutos y Martín no se alejaba de la barra.

A decir verdad, yo tampoco, y aunque no participaba de la conversación, me gustaba escucharla. Era evidente que a Martín le interesaba, porque no exhibía signos de querer retirarse, Me parece que a mi también. Pero no me daba cuenta.

Ella no permitía que la charla se apagara y nos hacía preguntas a cerca de lo que se bailaba en Argentina.

De todo, pero lo más famoso es el tango, le dije.

Florina tenía los senos muy pegados y su delgadez los realzaba.

Igual que a su delgadez el vestido negro, corto y simple. Tenía piernas y brazos musculosos.

Estás un poco flaca, me atreví a decirle.

“Fraca” nao, dijo ella. Magra sí, mais fraca nao, eu sou forte, doblemente forte y me miró con hermética picardía.

Me gustó cómo lo dijo, con una sonrisa franca que le marcaba las patas de gallo finitas alrededor de los ojos atentos.

Quedamos para encontrarnos frente al cine San Jorge. Digo quedamos porque un poco quedamos los tres, aunque para mí estaba claro que Martín tenía la primacía.

Esa tarde yo salí antes de la cita a dar una vuelta, y como suele ocurrir cuando se está en otro lugar, me sentí cansado casi enseguida, así que me senté en un café de Restauradores a dejar pasar la hora larga que faltaba para encontrarnos frente al blanco edificio del cine.

Me entretuvo una pareja de gais, ya entrados en años, sentados delante de mí. Los dos estaba rapados, uno completamente y el otro llevaba una franja de pelo muy corto en el medio que le cruzaba el cráneo a la manera de los mohicanos.

En verdad me resultaba angustiante observar cómo el más calvo, bebía sin parar martinis o algo así, siendo apenas media tarde.

Estaba en eso cuando curiosamente veo pasar una mujer vestida con vaqueros y una remera roja. Me pareció que era Florina, más cuando vi los anteojos, los mismos que llevaba la tarde anterior. Era muy temprano, pero era ella sin dudas.

¡Florina! le grite, y no reaccionó. Volví a llamarla dos veces más, pero no se dio por aludida en absoluto y siguió en dirección a Avenida da Liberdade. Me dio un poco de vergüenza haberle gritado desde el bar, más cuando noté que los gais se reían después de darse vuelta para mirarme y volverse de nuevo para seguirla a ella. Me pareció raro que uno se diera vuelta de nuevo para observarme y bajé los ojos.

Llegué a la puerta del cine unos diez minutos antes de la hora y allí estaba ella. Martín no había llegado, de modo que lo esperamos.

Hace mucho que estoy aquí, no tenía nada que hacer.

No me animé a decirle que la había visto. Pensé que tal vez no había querido detenerse en mi mesa.

Martín apareció con total puntualidad, fresco como una lechuga.

Alégrense, acabo de llegar, y todo vestido de blanco, ¿no merezco un aplauso?

Yo conocía esas estupideces y lo acompañé con una sonrisa. Florina hizo lo mismo, aunque no creo que haya entendido nada.

Parecía un operario de frigorífico, pero se ve que a él le gustaba.

Caminamos calle abajo. Vaya a saber por qué Martín la invitó a tomar un café en el mismo bar en que había estado yo hacía unos instantes. Los gais ya se habían ido. Había algo que no me gustaba de ese bar, pero me senté sin comentarios.

Eso sí, eligieron otra mesa.

Martín se tomó su café fruciosamente, como le gustaba hacer en los bares del centro, mientras se dirigía a Florina.

Parecía todavía más joven que la tarde anterior y mientras ensayábamos palabras en portugués (ella jamás se mostró interesada por aprender las nuestras en español) nos contó cosas de su vida.

Tengo dos hijos. Uno de treinta y otro de veinte.

Menos de cuarenta y cinco no tiene, pensé, porque no podía calcularle la edad. Podría tener sesenta, pero mirándole la panza me parecía imposible.

Era del Alentejo y había venido de niña a Lisboa, a vivir en la casa de una tía.

El Alentejo es una región pobre, le dijo Martin.

No es pobre, el Alentejo no es pobre, no. Ocurre que Lisboa es una ciudad rica.

Martín la observaba con fijeza. Ella también, y si bien prestaba atención cuando yo le dirigía la palabra, enseguida volvía la cara y se detenía más en él.

El café y el hecho de que todavía no fuera de noche, cuando solía “arrancarse la cabeza”, no hacían que la avidez de Martín fuera más contenida.

Preguntaba sin parar con una atención que a veces me parecía agresiva, hasta para con él mismo. Pero “al final del día” era todo corazón.

Las respuestas de Florina me despistaban. No me permitían forjarme en la mente a la mujer que tenía delante de mí.

Como hacía frío decidimos salir a caminar y subimos hacia el Chiado por las escaleras que están cerca de Rossio. Fuimos hasta el mirador de San Pedro de Alcántara y allí comenzamos a hacerle preguntas a cerca de los diferentes palacios e iglesias de Lisboa. ¿Esas es la catedral?

Yo no sé. No creo.

¿Y eso no es el Panteón?

¿El Panteón? Yo no sé.

Martín tomaba su desconocimiento con simpatía. Es irremediablemente optimista y todavía todo sigue siendo motivo de asombro para él

Por fin nos acercamos hasta el panel donde, en mayólica, está el plano con las indicaciones que buscábamos. Ella parecía interesarse tanto como nosotros por esa ciudad que debería pertenecerle.

No recuerdo cuánto hace que no vengo por aquí, no estoy segura de haber venido alguna vez.

Yo lo miré a Martín como para hacerle algún gesto, pero no quiso darse por aludido.

La invitamos a comer en uno de los pequeños restaurantes que están en la escalinata que bajaba a Restauradores, y compartimos un arroz con mariscos.

Florina no comió prácticamente nada y sí bebió dos o tres copas de vino tinto.

Como muy poco, nos dijo.

Como mucha fruta. Un kilo de fruta por día y nos miró para que nos hiciésemos cargo de la magnitud.

El médico me ha dicho que tengo que comer más carne porque me falta algo. ¿Cómo se llama eso?

¿Vitaminas?

No, no es vitaminas

Proteínas, le dijo Martín.

Eso es, proteínas.

Su vida se había ido detrás de sus hijos. Diez años después que nació el primero vino el segundo y nuevamente tuvo que ocuparse de la crianza.

Crianza le dicen los portugueses y los brasileros a los niños.  Son una acción de los padres, recuerdo que le dije. ¿Tanto se depende de los padres? ¿Por qué les dicen crianzas a los niños? le pregunté a ella.

Crianza, crianza, o niño, la misma cosa me dijo con elocuencia

Yo no sé hablar mucho. No sé hablar como ustedes. Estudié muy poco, solo hasta sexto grado. No pude estudiar más. Ahora es un poco tarde, pero lo estoy haciendo. No se hablar como ustedes, pero ahora sé muchas cosas.

Ví en Martín un rictus que le conocía. Era de indignación.

Es el capitalismo de mierda, seguro que pensaba.

Iba a ser radicalmente dulce con Florina. Porque era compasivo. De lo más compasivo. Eso no le iba a impedir acostarse con ella. Siempre combinó muy bien la compasión con el sexo.

El sexo es compasivo con el otro y conmigo mismo, verdadera compasión, me dijo alguna vez, con resignada picardía.

Martín ya estaba lanzado. Se había metido media botella y era capaz de cualquier cosa para conseguirla.

¿Vos sos compasiva? le preguntó a Florina

Si soy compasiva, más con los humanos que con los animales. Ustedes dos van a ver que yo soy compasiva

Una mujer que estaba sentada en un ángulo del comedor se puso a cantar un fado acompañada por una guitarra.

Vi la expresión de placer en los ojos de Martín y sentí resquemor. Podía entrar en el proceso de “arrancarse la cabeza”. Para desviarlo le pregunté a Florina qué estudiaba.

Flamenco y “outras cosinhas”.

¿otras cosinhas?

Si outras cosinhas.

¿Bailás flamenco?

Sí un poquito, pero bailo muy bien kysomba.

Dijiste que no sabías.

Nos miró con una complicidad que yo no terminaba de comprender.

Yo aprendo cosas de antes y de ahora también. Esa noche tomó el metro en Baixa Chiado y se fue a su casa. Quedaron con Martín en encontrarse poco después del mediodía, cuando ella tenía un recreo. Yo les dije que tal vez fuera.

La vimos meterse solita escaleras abajo.

Dale tranquilo, yo mañana me quedo en la pensión a dormir la siesta, le dije antes de separarnos…

Al día siguiente, me dediqué a recorrer Gracia y la Alfama hasta la estación de Santa Apolonia. Caminé muchísimo disfrutando de una Lisboa que ya se había presentado. Intimaba con esa chica del baile que iba forjando su imagen con la seguridad de ser saboreada, y yo tenía la seguridad de que me gustaba. Casi cada vez que me detuve en un mirador o en una plazoleta me vino con energía esa fisonomía. Le puse ropa y rostro a esa mujer imaginaria. Era blanca y de pelo castaño oscuro, no muy largo. Más vale menuda, llevaba boina azul, vaya a saber por qué.

Cuando llegué a Santa Apolonia y me detuve a tomar un café en un bar de mala muerte, como suele decirse, me acordé de Florina. Me preguntaba cómo le habría ido a Martín. Estaba preocupado, aunque no veía por qué. Llegué a pensar que tal vez me hubiera gustado estar en su lugar, pero después concluí que yo estaba bien allí, con la Lisboa de boina azul.

Sonó el celular. Era Martín.

¿Por donde andas?

Estoy en Santa Apolonia, ya vuelvo al centro ¿Querés que nos encontremos a tomar un café?

No, estoy cansado, esta noche nos vemos con Florina para cenar en la morería, venite.

¿Qué tal, cómo te fue?

Bien, bien, después te cuento.

Florina estaba contenta de verme. Me dirigía más la mirada que antes. Subimos las escalinatas que llevan a la morería y paramos en el restaurante de una negra de Cabo Verde. Sonaba la música de las islas. No era Cesárea Évora. Era un hombre y la cadencia se sentía igual de cálida y dramática, como siempre. La negra era la autoridad total. En la cocina le ayudaba el que debía ser su marido.

Era un portugués delgadito con la mirada huidiza, que parecía consultarle todo. Ella le hablaba con frases cortas e imperativas. El las recibía en paz y hacía alguna cosa.

Martín la llamó por hielo, pero la negra no respondió. El marido le avisó que la llamábamos desde nuestra mesa.

¡Qué esperen! soltó la negra, sin darse cuenta de que estábamos observándola.

El marido nos sonrió.

Casi enseguida la negra se acercó cantando la canción que sonaba y siguiéndola con la fácil cadencia de su cadera. Cuando dejó el hielo la miró a Florina: Se le iluminó el gesto. Florina se levantó y la acompañó a la barra de la cocina donde trabajaba el marido Yo le pregunté a Martín si ella había elegido el lugar.

Si vos dijiste de parar aquí, me contestó.

Se ve que se conocen.

Seguro, mirá cómo hablan.

Yo presté atención a la ávida conversación que mantenían, pero no alcanzaba a escuchar bien. Pensé que quizás hablaban en “creole” pero no creo que haya sido eso. Sí me pareció que repitieron una palabra un par de veces con un acento distinto. Algo así como “Súcubu”

Después Florina volvió a la mesa con unas croquetas de harina de maíz rellena con pescado, bastante desagradables. La negra bailaba detrás del mostrador

Tardó un buen rato en traernos la comida.

Consistía en un pedazo de pescado hervido en una salsa verde con muy poco gusto, salvo por la salsa roja picante que trajo después para agregar.

No sé si a Florina le gustaba. Comió tan poco como la noche anterior.

No hice más que estar en mi casa y criar mis hijos, dijo. Ahora no, ahora no me voy a perder nada. Nos dijo sonriendo.

Estaba todavía más linda.

Nos miraba con seriedad al darnos uno de los cigarrillos que fabricaba con un aparatito que los sacaba bastante gordos. Les ponía filtro.

Bebía vino y fumaba, mientras Martín conducía el diálogo

¿Fumás mucho?

No, como un paquete por día, pero solamente de noche. Yo armo mis cigarrillos porque los paquetes son muy caros

¿Cuánto valen armándolos uno?

Más o menos un tercio.

¿Siempre usás el mismo tabaco?

No, hay distintas marcas. Y distinto precio.

¿Dónde vivis?

Cerca de Avenida Coutinho Gago, al lado de la urbanización. Pero en la urbanización, no.

¿Y tu marido qué hace?

Es constructor. Tiene mucho trabajo.

¿Arquitecto?

Algo menos.

Ya no hablaba con el marido para no pelear. Me parecía raro que pudiese pelear. Era, más bien, suave.

¿Vos gritás cuando peleás?

A veces levanto la voz, por eso no hablamos. Sólo hablo con mi hijo mayor. Con el más pequeño me cuesta conversar. Me parece que no quiere hablar conmigo.

¿Y tu marido?

Ya no quiero a mi marido.

¿No te pregunta dónde andás?

No se lo digo porque él no me dice dónde anda.

Cuando salimos del restaurante la negra nos siguió con la mirada. Nos sonreía.

Florina armó un cigarrillo con el oficio del que lo hace tantas veces y lo encendió. Me pidió que le diera una pitada. Después se lo pasó a Martín. Me gusta compartir dijo y armó dos cigarrillos más. Al de Martín lo encendió ella.

Pensé que era un buen momento para retirarme y se los dije. Florina me sonrió. Dame un “beijinho” me dijo y acercó su cara.

Le di un beso en la mejilla. Enseguida me di cuenta de que lo quería en la boca.

La pensión no quedaba lejos. Pensé en tomarme un taxi, pero no valía la pena.

Durante la cena Martín había hablado mucho, pero no lo noté alegre como de costumbre. Tenía los ojos enrojecidos, eso le pasaba a menudo. Habría fumado antes de venir y el vino tal vez le había minado las fuerzas.  El diálogo lo había llevado adelante él y sin embargo no se extendía en los comentarios, como de costumbre. Más bien los cortaba y pasaba a otra cosa. Me pareció que alguna inquietud quedaba flotando en el aire.  A lo mejor está cansado, pensé. Esperemos que tenga energía para lo que le espera.

Caminé por avenida de la Liberdade hasta la parada del metro y doblé hacia la pensión. Me gusta mirar televisión antes de dormir y por suerte había un aparato que captaba dos o tres canales de aire. Habrá pasado una media hora. Yo escuchaba una sonata de Beethoven que ejecutaba un violinista y una pianista muy jóvenes y hermosos cuando golpearon la puerta.

Me asusté un poco. Escuché la voz de Florina

¿Qué pasa?

Nada, nada. Quise venir a visitarte.

No hacía falta más nada. La abracé para besarla. Fue un beso que nunca se llegó a definir. Un beso largo pero fresco y magro como ella.

Nos tumbamos en la cama y siguió un ritual delicado y silencioso. Una manera de hacer el amor sin contratiempos y sin demasiada alegría. Ahora que lo pienso, ese modo de hacerlo tenía algo de inexorable, algo que iba a pasar sí o sí. No digo que no me haya gustado. Tampoco lo contrario a pesar de la sensación extraña de percibirle un bozo áspero sobre el labio superior, como si se lo hubiera afeitado.

Florina se quedó a dormir conmigo y si bien noté su presencia toda la noche, parecía como si quisiera incomodarme lo menos posible. La abracé un par de veces. La sentí ausente.

Es curioso, cuando me quedé dormido (y eso fue bastante tarde) soñé con Lisboa. No la ciudad de tejados rojos y luz extendida, sino con la chica no muy alta de pelo castaño, ni corto ni largo, de piel blanca, de ojos marrones y de boina azul. Soñé que me amaba, y yo a ella. También hicimos el amor y en contraposición con lo de Florina, muy tierna y sensualmente. Le dije muchas palabras amorosas y la contemplé debajo de mí, mientras ella se dejaba hacer con entrega y delicia.

Cuando me desperté alrededor de las ocho, aún estaba con ella, disfrutando de su suavidad. Me sentí muy confundido al ver cómo se levantaba Florina y se cambiaba sin apuro. Cuando salió del baño, ya completamente vestida, se acercó, me besó en la mejilla.

Haz hecho el amor, ¿verdad?

Sí, claro, le dije todavía confundido, pero más dueño de mí, mientras trataba de ocultarle mi pensamiento.

Se retiró pausadamente. Antes de cerrar la puerta se volvió para lanzarme un beso.

Algo empezó a molestarme. Enseguida tuve conciencia de que era Martín. Pensé que Florina había venido conmigo y él hubiera querido estar en mi lugar. Algo se habrá figurado y por eso estaba con ese extraño humor en la cena.

Lo llamé al hotel.

Hola Martín, ¿cómo estás?’

Y a vos qué te parece.

Bueno che, tenemos que hablar.

Por supuesto.

¿Desayunamos juntos?

Dale, te veo en la confitería.

¡Mi querido Guillermitooo!, me soltó como de costumbre y me dio un abrazo.

¿Cómo va? ¿Todo bien?

Inmejorable, aunque semi destruido.

¿Por qué, che?

Cómo por qué, mi querido Guillermito, anoche estuve con la dama, como corresponde.

¿Cómo con la dama? ¿Con qué dama?

¿Como con qué dama? Con Florina. ¿Con quién va a ser?

Alguna vez lo había visto desvariar un poco, pero me sorprendió el modo en que me lo dijo. Además, se lo veía muy fresco. Me quedé mudo, no sé si porque no sabía qué decirle o porque esperaba que rectificara algo.

¿Qué te pasa che?, finalmente me dijo

Martín, anoche Florina vino a la pensión y se quedó a dormir conmigo, ¿entendés?

Me miró con mucho asombro. Sí, claro, atinó a decirme como si fuera una broma.

Estuvo toda la noche conmigo Martín.

¿Qué me decís Guillermo?, si Florina durmió conmigo anoche.

Mirá, Martín no discutamos, dejémoslo así. Me pareció honesto decírtelo porque vos le metías todas las fichas.

La vergüenza ajena y la cara de desconcierto de Martín me hicieron sentir angustiado. Peor estaría él. Yo lo había visto mal muchas veces, pero él siempre tuvo la dignidad de la vergüenza. Y ahora su silencio era un reflejo de su enorme vergüenza.

Perdoname, pero me lo decís en serio, ¿no es cierto?

Sí viejo, todo bien.

No, qué todo bien. Perdoname Guillermo. Ando mal, che. Yo creo que anoche estuve con Florina. Debo alucinar, loco. Tengo que aflojar con la merca y el faso. Perdoname.

No pasa nada Martín, todo bien.

Hubo un largo silencio que corté con cualquier tema como para salir del pantano. Martín le puso voluntad a la conversación, la incomodidad flotaba en el aire. Yo me sentía muy mal por él y, porque lo conozco, sé que sufría por haberme puesto en ese trance. La situación no daba para separarnos en ese momento.

Conversamos un poco más. Tal vez todo habría quedado así.

En determinado momento levantó el tono de voz.

Sí, Guillermito, fue un sueño, una alucinación, perdoname de nuevo. Sabés que fue un sueño. Mirá si no habrá sido un sueño que mientras hacía el amor con Florina no terminaba de agradarme. Sabés ¿por qué?

No ¿por qué?

Porque tenía bigote, tenía como un bigote afeitado. Eso sí que es loco ¿no?

Ebel Barat