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La impunidad como estafa mayor: Rosario frente a un sistema que no castiga

Por Miguel J. Culaciati

Por estos tiempos, Rosario conoce de sobra el amargo sabor de la estafa. Los nombres cambian —familia Herrera, Fernández Soljan, Casanovas, Guardati, Grimaldi, Vicentín, entre otros —, pero el patrón se repite: personajes que se presentan con una fachada de respetabilidad, a veces amparados en la imagen de alguna institución tradicional, esconden detrás un sistema perverso donde la confianza de las clases medias se convierte en un botín a saquear.

Cuando los rosarinos son estafados, la herida no es solo económica, sino también moral y social. Lo que está en juego ya no es solo el dinero, sino los valores esenciales de la comunidad , porque el verdadero capital de una ciudad reside en la confianza y en el respeto entre sus vecinos.

Vidas truncadas y un castigo insuficiente

Detrás de los fríos números hay familias, años de trabajo y esfuerzo, y proyectos amputados: una casa soñada, el estudio de un hijo, la posibilidad de pagar una operación o asegurar la vejez con dignidad. La estafa no se mide en cifras, sino en vidas truncadas.

Si bien algunos fiscales honran su rol y ponen empeño en acusar, los medios de los que disponen se muestran insuficientes. Los procesos judiciales se eternizan, y en algunos casos —como el de Luis Herrera y su familia— se logra una prisión preventiva, pero al mismo tiempo la sindicatura de la quiebra parece más preocupada en licuar el patrimonio de los acreedores que en defenderlos.

La consecuencia es brutal: se le abre la puerta al estafador para zafar pagando migajas, mientras centenares de familias se quedan con las manos vacías. La seguidilla de casos nos prueba que no hablamos de excepciones, sino de un sistema que permite y hasta estimula la trampa. Si no hay castigo real, los estafadores seguirán multiplicándose.

La devastación moral de la impunidad

Indigna también comprobar cómo algunos de estos estafadores pueden llevar una vida casi normal: esposas que no renuncian a su comodidad, hijos en colegios privados, y rutinas que parecen inmutables frente a la catástrofe que causaron.El mensaje que se transmite es devastador: estafar se paga con unos meses de prisión preventiva y nada más. Una sociedad que premia a los corruptos y desprotege a los honestos está cavando su propia ruina moral. Como escribió Séneca: «Ninguna injusticia es más grave que aquella que se viste con la apariencia de justicia».

Rosario no puede ser cuna de ladrones. La ciudad necesita encender un semáforo en rojo: no naturalicemos la impunidad, ni aceptemos que la estafa sea una anécdota del mercado. Defendamos a quienes actúan con valores y condenemos severamente a quienes destruyen la confianza, porque sin confianza no hay comunidad posible.

Septiembre de 2025