«Aquel día, llegué a casa y me puse a llorar». Con estas palabras describía Benny Lam su experiencia fotografiando las nefastas condiciones de vida en Hong Kong.
Tras cuatro años visitando más de 100 apartamentos subdivididos en el distrito antiguo de la ciudad, Lam estaba acostumbrado a las «casas» de 1,5 metros cuadrados rodeadas de tablas de madera conocidas como «casas ataúd». Mientras fotografiaba un cubículo que era ligeramente más grande de lo normal, Lam dijo al inquilino: «¡Tiene usted una casa ataúd grande!».
«Me sentí muy mal», recuerda Lam. «Vivir así nunca debería ser algo normal. Me había insensibilizado».
Hong Kong resplandece con calles comerciales llenas de luces de neón en las que se venden marcas de lujo, joyas y tecnología a los ansiosos consumidores. Su horizonte lleno de rascacielos alberga negocios que convierten a la ciudad en uno de los principales centros financieros del mundo. Sin embargo, tras esta fachada de glamour, unas 200.000 personas, entre ellas 40.000 niños, viven en espacios que van desde los 1,5 metros cuadrados a los 9 metros cuadrados.
Con una población de cerca de 7,5 millones de habitantes y sin apenas terrenos para construir, el mercado inmobiliario de Hong Kong se ha convertido en el más caro del mundo. Expulsadas por los alquileres desorbitados, decenas de miles de personas no tienen otra opción salvo vivir en chabolas ilegales, unidades subdivididas donde la cocina está pegada al retrete, casas ataúdes y casas jaula, habitáculos que pueden llegar a tener medidas tan ridículas como 1,8 x 0,7 metros y que suelen estar fabricados a partir de malla metálica. «Cocinar, dormir… todas las actividades tienen lugar en estos espacios diminutos», explica Lam. Para crear las casas ataúd, el dueño de un piso de 35 metros cuadrados lo divide para acomodar 20 camas de dos pisos con un precio de alquiler de unos 200 dólares de Hong Kong (unos 21 euros) al mes. El espacio es demasiado pequeño para ponerse de pie.
En su serie fotográfica, llamada «Trapped» («Atrapados»), Lam pretende sacar a la luz los sofocantes habitáculos que existen allí donde no llega el resplandor de la prosperidad de Hong Kong. Espera que dar visibilidad a los inquilinos y a sus hogares haga que más gente empiece a prestar atención a la injusticia social que suponen sus circunstancias.
«Puede que te preguntes por qué debería importarnos si esta gente no forma parte de nuestras vidas», escribe Lam en su página de Facebook. «Pero estas son las personas que aparecen en nuestras vidas cada día: son los camareros que te sirven en los restaurantes en los que comes, los guardas de seguridad en los centros comerciales en los que compras, los limpiadores y los repartidores en las calles por las que pasas. La única diferencia entre nosotros y ellos son [sus casas]. Es una cuestión de dignidad humana».
Para Lam hay una imagen especialmente conmovedora. En ella, un hombre descansa sobre su cama, sin sitio suficiente para extender completamente las piernas, y sus rodillas dobladas están tocando literalmente las paredes sin ventanas de su casa ataúd. Está comiendo alubias de una lata, probablemente su cena, mientras ve una pequeña televisión en la que aparece un arcoíris. La colada cuelga del techo. Para Lam, este es el ejemplo esencial para mostrar a los ciudadanos más privilegiados y al gobierno por qué deberían tomar medidas para rectificar la crisis de vivienda de Hong Kong y su desigualdad salarial.
La valentía de los hombres, mujeres y familias que han abierto sus puertas y compartido sus historias con un completo desconocido es algo que se ha quedado grabado en Lam. Muchos de ellos se sienten avergonzados por vivir en espacios tan limitados, según cuenta Lam, pero esperan recibir algo de ayuda una vez que la gente vea estas imágenes.