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Las olas y el velo

Aquellas sí eran olas, recuerdo esa sensación, eran dos momentos: el primero cuando me arrastraba la ola, y el segundo cuando lograba clavar los pies en la arena y sacar la cabeza fuera del agua.

Era muy pequeño y las olas enormes, como ahora; el escenario de antes era la playa de Mar del Plata, en el océano Atlántico que siempre está como un día muy tormentoso del mediterráneo, y sí, se había convertido en un juego, enfrentar la ola, que ella me envolviera con todo su poderío, verme arrastrado casi inerte y por fin clavar los pies en la arena. Iba contando cuanto tiempo duraba el revolcón, jugaba contra mí mismo, se trataba de poder salir a la superficie lo antes posible.

Nunca había vuelto a sentir el cuerpo igual de convulso por esos dos movimientos como hasta ahora. Estas olas de las que no paran de hablar los periódicos tienen algo de infantil para mí, una tras otra, casi no dejan respirar, pero con un gran esfuerzo, zás, los pies se vuelven a clavar en la arena y ahí estoy, con la cabeza afuera. Del oscuro y asfixiante revolcón a la luz y el aire de la superficie. Igualito. Aunque ahora mismo el juego ya no me divierta tanto.

Igual de igualito que el tema de los velos; hasta ahora la idea era que la pandemia hizo caer los velos que dejaron al descubierto muchas de las impudicias del hombre, pero también tiene su reverso, su segundo momento, como la ola de mi infancia. Ahora el velo es la propia pandemia y el uso que los medios hacen de ella; nos mantienen revolcados de miedo mientras entre otras lindezas el agua empieza a cotizar en bolsa y las dosis de vacunas sobrantes se las ponen los más majos. Vamos que todo se mantiene igual igualito. Sin saber dónde estamos ni adónde vamos.

Ala; ¡que viene otra ola!