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Bicicletas (Parte III)

Por Ebel Barat

La noche siguiente volvimos al Burggarten y tomamos una botella de vino blanco, En realidad se la tomó casi toda Birgit. Enseguida empezó a decir que estaba bastante borracha, pero eso no le impidió seguir hasta terminarla. Estando borracha su personalidad cambiaba mucho y era cuando menos me gustaba porque no entendía en absoluto qué le pasaba. Yo parecía no interesarle más y no me quedaba más que tranquilizarme contemplando la bicicleta.

Esa noche dijo que no se podía ir pedaleando porque no estaba en condiciones y decidió dejarla amarrada a una reja detrás de unos contenedores de basura. Yo le dije que no lo hiciera, que cómo la iba a dejar sola, que se la podían robar. Ella me dijo que ya lo había hecho, que una vez la había dejado tres días en el mismo lugar. Yo le pregunté si a ella le gustaría que la dejen atada a una reja tres días, y le aclaré que la bicicleta era igual que cualquier ser humano, que no, que era mejor que los seres humanos y se armó un lío bárbaro. Al final después de gritarnos un buen rato, acepté de mala gana con la condición de que nos encontráramos ahí mismo el mediodía siguiente.

Cuando volvimos estaba allí, por suerte, pero yo me dije que esto no iba a pasar nunca más y de algún modo se lo hice saber a la bicicleta.

Desde ese día algo cambio. Ya no sentía a Birgit y la bicicleta como una unidad, sino como dos seres que llegan juntos pero que no están juntos y comencé a sentirme más cerca de la bicicleta que de Birgit

Salíamos regularmente y nos encontrábamos en diferentes estaciones del “U-Bahn”, Apenas llegaban, Birgit dejaba que me hiciera cargo de la bicicleta y yo la seguía a algún bar que le gustase. A mí me encantaba verlas llegar a las dos, a Birgit con su porte hierático y elegante y a la bicicleta negra con los dos canastitos, uno adelante y otro atrás, tan coquetos. Pero mi cariño se inclinaba hacia la bicicleta a la que yo sin querer le sonreía ampliamente. A decir verdad, ya nos teníamos una gran confianza.

El tiempo lo va a solucionar me decía mi madre. Nunca solucionó nada y menos el desgaste que empezó a sufrir mi relación con Birgit. No se repitieron las sesiones de break-dance ni las lindas cenas (yo ya no tenía ni un cobre). Estaba seguro que me quería volver al barrio de mis recuerdos. Lo único que me retenía y que no me cansaba en absoluto era llevar la bicicleta de Birgit. Era como si algo estuviese pendiente, como que aguardásemos la consumación de algo que ninguno de los dos sabíamos bien. Hasta que ese viernes por la tarde pasó lo que tenía que pasar.

Íbamos caminando por Mariahilferstrasse en silencio. Me vino a la memoria una mañana de Barcelona (habré tenido veinte años) en que también caminábamos Miguelín, un catalán al que lo único que le importaba eran las mujeres y el coñac, dos chicas de Zaragoza que estaban de visita y yo. Habíamos pasado media mañana los cuatro juntos y yo ya no daba más. No las soportaba más (estaba tan indignado como mi compañero Fernández Almeida en la cocina del Can Joseph de Cadaqués en el trance de oler mejillones podridos).

El disgusto ya era desesperación y se lo venía haciendo saber a Miguelín de las maneras más diversas: levantando y bajando frenéticamente las cejas y ladeando los ojos, tomándome la nariz entre el pulgar y el índice y haciendo oscilar el meñique en señal de retirarse, abriendo desmesuradamente los ojos fijos sobre Miguelín o señalándome el pecho disimuladamente y después con la misma mano mostrando la dirección de un camino recto e imaginario. Yo diría que en ese momento sentía la misma necesidad física de retirarme a reposar que cuando gané aquel campeonato mundial en el pozo

Miguelín no acusaba recibo y seguía trabajando sobre las chicas de Zaragoza. En determinado momento le dije que yo iba a salir corriendo, que si él quería que también saliera corriendo conmigo. Me miró un poco azorado por lo que le repetí que yo iba a salir corriendo, que él hiciera lo que le pareciese. Y le acoté que saldría ya. Y ya había movilizado la férrea musculatura de mis piernas cortas que me respondieron igual que en las carreras de la plaza Las Heras.

Cuando me alejé unos cien metros, en alrededor de diez segundos, me di vuelta para ver qué hacía Miguelín.

Venía por la mitad de la cuadra. Traía los ojos muy abiertos, corría en línea recta hacia mí y se lo veía decidido. Seguimos un par de calles más hasta perder para siempre a las de Zaragoza.

Yo venía recordando eso y a Miguelín que se quedó trabajando de albañil en Puebla de Sanabria mientras caminaba por Marihilferstrasse. Entonces me di cuenta de un golpe qué era lo que había estado esperando. Lo que habíamos estado esperando durante casi todo ese tiempo de Viena.

Y lo hice.

Monté por primera vez en mi vida la bicicleta negra y salí disparado a toda velocidad. hacia adelante. La escuché a Birgit llamándome tres cuatro veces, doblé en alguna calle y la perdí de vista. Seguí a toda velocidad por un largo rato en la inseguridad de lo que estaba haciendo. Pero después comenzamos a andar más tranquilamente y nos dimos cuenta de que habíamos hecho bien.

Casi no tuvimos tiempo de disfrutar del paseo porque teníamos decidido dejar Viena esa misma tarde.

El problema se suscitó con la búlgara que, al enterarse, empezó a maldecir y a escupir sin parar. Para colmo la música de los Balcanes a todo volumen no ayudaba al diálogo amigable. En algún momento temí sinceramente que me escupiera a mí, pero gracias a Dios no lo hizo.

Por fin, después de que bajara un poco el volumen de los violines y las panderetas, y de que le hablara de mi madre enferma que esperaba a su único hijo al que hacía mucho que no veía (mi madre se quejó toda la vida de enfermedades incurables y literarias. Nunca tuvo absolutamente nada) se dejó convencer.

Para indemnizarla por mi partida abrupta me pidió que le dejara la bicicleta. Le dije que era imposible, que no era mía y pude transar dándole la mejor campera que tenía y la afeitadora eléctrica que a decir verdad, y mirándole las piernas y las axilas, le hacía buena falta.

El tren nos llevó primero a Venecia donde nos quedamos un día para que ella conociera esa ciudad tan hermosa. Recorrimos todo lo que pudimos y a la noche nos detuvimos en el Rialto para ver el canal y la luna, pero había una niebla bárbara y hacía bastante frío por lo que nos fuimos enseguida.

Después seguimos a Roma. En Roma paré en uno de los hoteles baratos de Termini y tuve algún que otro problema con el dueño por subir la bicicleta a mi cuarto. Dejarla abajo era una locura porque era seguro que me la robarían. En Roma habremos estado unos tres días, pero no la disfrutamos tanto por el calor, el tránsito tan caótico y porque los italianos gritan como animales, salvo cuando nos detuvimos en el Vaticano por fuera de la gran explanada justo cuando el Papa hacía una de sus salidas. Era un lugar de paz.

Al Papa se lo veía por una gran pantalla gigante con la cabeza rígidamente ladeada y mostrando un rictus de gran sufrimiento. Quizá fuera por la tremenda cantidad de pecados que había tenido que perdonar a través de su vida, o por llevar el sufrimiento del mundo sobre sus hombros. Quizá por la artrosis que se suele agravar en la gente grande.

Después concluí que a lo mejor era por todos los pecados que habría que perdonarle a él, con semejante trabajo.

Después de la salida del Papa nos volvimos. Vaya a saber por qué pero me acuerdo bien de esa vuelta. Sentíamos una lerda nostalgia, casi tristeza, que se reflejaba en el silencio y en mi pedalear cansino. Sabíamos que algo se terminaba, que una parte de nuestra historia tocaba a su fin.

Esa misma tarde me dediqué a preparar la bicicleta para el viaje a Argentina. Yo estaba muy angustiado después de tantos años y de haber hecho lo que había hecho. Pero no sentía arrepentimiento, si no más bien esa sensación de miedo de que la posible felicidad que nos espera se desbarate. Pero la bicicleta me ayudó con su balsámica actitud.

Sé que no es muy de hombres, pero me es imposible no describirlo. Me refiero a la entrega de la bicicleta, a su delicado pudor cuando comencé a desarmarla para el embalaje. Todas las roscas cedían con suavidad y ella se dejaba hacer en la más dulce disposición. No hubo ningún reclamo cuando quité cada una de sus ruedas dejando el chasis con su caño oblicuo para las polleras de las mujeres completamente desnudo Y mucho menos cuando comencé a envolverla e inmovilizarla con la cinta de embalar. Tampoco cuando la despaché en la oficina de objetos frágiles y la abandoné a la responsabilidad de la mujer de color que estaba encargada de esa sección. Esa mujer me dio un poco de tranquilidad. Si bien no se mostró del todo comprensiva, su eficiencia y su certeza en los recaudos que tomaba me dejaron tranquilo. Era una negra grande y sagaz. No sé si se habrá dado cuenta que se me escaparon un par de lágrimas al ver cuando se la llevaba hacia el cuarto contiguo. Supongo que sí, pero en todo caso, no acusó recibo, entrenada como estaría para esos trances.

Lo demás ocurrió con normalidad. Comprender el propio país después de tantos años es algo que lleva tiempo. Es difícil re aclimatarse y los planteos son frecuentes

No tengo mucho que hacer y cada mañana salgo a pasear por la plaza. Miro detenidamente y si bien confirmo los lugares de cada cosa, me parece un poco artificial. Los rosales están allí, los ligustros disciplinados también y los bancos y el mástil donde ronda para siempre el espectro de aquella bicicleta crepuscular, pero son diferentes. Son de estos tiempos donde todo es diferente. Poco o nada quedó de lo que fue Ezequiel que ahora vive en pleno centro y tiene mucha reputación en su profesión de prestamista y de los Valenciano que están más viejos y mugrientos trabajando en el taller del padre y de mí mismo salvo el andar, que según dicen todos, no perdí al igual que mis poderosas pantorrillas. En fin, como dice el dicho “lo pasado pisado” y me acuerdo de mi frase cuando en Ámsterdam me pedían alguna reflexión a cerca de mi arte.

Mi madre vive en la cuadra y está contenta. Habla maravillas de mis éxitos intelectuales en Europa. No de los otros. Habla de la famosa bailarina de danza contemporánea que se vino a vivir conmigo, de su fama en Austria.

Porque hace dos meses llegó Birgit que supo cómo encontrarme o cómo encontrarnos. Y la verdad es que su aparición me tomó de sorpresa, pero no me produjo ningún temor. Estoy contento de que haya venido. Anoche salimos y se había delineado las cejas con sombra y pintado los finos labios de un rojo subido, casi igual que las vecinas, pero tiene un cuerpo deslumbrante y más aquí que todas son menos altas y menos longilíneas.

Conmigo está todo bien. No sé cómo estará la relación entre ella y la bicicleta. Al principio me pareció un poco fría, pero algo debe haber cambiado porque ayer o anteayer las vi salir juntas a dar una vuelta.

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