Por Ebel Barat
Mi madre lo veía con admiración. Quería verlo así, seguramente fruto de su amor. Incluso lo comentaba muchas veces haciendo notar que el mundo en el que me movía tenía una importancia única, y que no sólo debía tenerla para mí, si no para todos. El hecho de no prestar atención a ninguna otra cosa mientras estaba enfrascado en algo, y eso ocurría la mayor parte del tiempo, era visto por ella como una gran virtud, un síntoma de genialidad oculta y en progreso.
Me he dado cuenta a través de los años que tal vez sea una disfunción de mi psiquis, tantas veces puesta en tela de juicio por ciertas vecinas (a decir verdad creo que eran casi todas las vecinas). Porque esa característica me hizo y aún me hace responder a ciertas preguntas que no me interesan y que me obligan a perder el foco de mi atención, de una manera sumaria y cierta, y después olvidar completamente el hecho con las consiguientes consecuencias, a veces catastróficas. Esa condición y los recuerdos de las pruebas de resistencia que hacíamos en el pozo forman parte de los indicios que me generan dudas acerca de la conformación de mi estructura psicológica. Pero no me alarmo porque sé muy bien que a la mayoría de nosotros nos pasa lo mismo.
El pozo era una gran excavación que habíamos hecho en un terreno baldío que daba al fondo de mi casa y que habíamos cubierto con unas chapas que nos regalara “el tata”, Era el abuelo de cuatro hermanos entre los que estaba mi amigo Ezequiel. El tata era un hombre alto y bondadoso que se llevaba muy bien con los niños, salvo excepciones, como el día en que me corrió con el hacha en ristre hasta la puerta de su casa por alguna razón que no recuerdo bien. Quizás le haya robado alguna de sus herramientas, a las que siempre deseaba y que perdía enseguida cuando mi atención era seducida por algún abejorro o el lobuloso lunar cerca de la boca pintarrajeada de una de las vecinas poco aficionada a mis comportamientos. La cara de las adversas vecinas me atraía irresistiblemente. Quedó en mi memoria una cara tipo cuya impronta tiene el arco de las cejas bien marcado, realzado con color negro y el inquieto tremolar de las finas líneas de los labios bermellones. Por cierto, esas caras no me causaban rechazo, si no por el contrario una neta curiosidad cuya principal causa era el hecho de que yo las percibía como un producto fascinantemente horrendo.
No sé si la vecinas sabrían algo a cerca del pozo. Quizá dudaran de su existencia. Pero el pozo existía.
En él solíamos encerrarnos con objetivos diferentes como hojear alguna revista pornográfica, conversar, o comer algo sin nada de hambre. En general esas reclusiones nunca se extendían por mucho tiempo. El pozo nos encantaba, no sabíamos bien qué hacer cuando estábamos dentro. Salvo el ritual de tapar todas las entradas y encender un fuego en unos huecos que habíamos cavado en las paredes de tierra y a las que denominábamos hornos por tener tiraje (nosotros le decíamos chimenea). También las chimeneas eran obturadas por algún trapo o incluso un amasijo de barro, de manera que todo el humo producto de la ignición se difundía densamente en el espacio del pozo. El desafío consistía en aguantar lo máximo posible adentro y yo me caracterizaba por doblar en tiempo al segundo que generalmente era Ezequiel o el potro Valenciano Yo decía que para aguantar tanto llegaba a los umbrales de la muerte. No usaba la palabra umbrales, pero sé que quería decir eso.
Alguna vez me costó un principio de asfixia que supe disimular con decoro.
Lo del campeonato mundial fue diferente. Él día del campeonato mundial decidí quedarme hasta el límite último de mi resistencia. Duré tanto que mis amigos tímidamente primero, empezaron a golpear las chapas con pequeñas patadas, una cada tanto, sin obtener respuesta. A la falta de resultados habrá seguido la impaciencia y con ella el gradual incremento de la fuerza y la frecuencia con que castigaban la chapa. Hasta el típico desmadre que los vería pateando como enajenados, sin saber bien para qué. Yo calculo que sería más para destruir todo lo que había a su paso que para reclamar mi presencia fuera del pozo.
Pero ésa fue mi salvación. El alboroto me debe haber dado algo de conciencia y la voluntad suficiente para emerger.
Salí como pude de la puerta del pozo, supongo que con poca cara de victoria, Seguía prácticamente desvanecido.
Está blanco me parece que gritó el potro Valenciano que siempre me desafiaba con suerte adversa. De eso me acuerdo porque yo soy bastante moreno, medio pardo como decíamos antes.
Traté de sortear el tremendo mareo como pude y sin decir palabra, frente al silencio inexpresivo de mis amigos que me contemplaban, comencé a desandar el camino hasta mi casa: Todavía me acuerdo del tambaleo. Cuando llegué no pude más que echarme en la cama. Falté tres días al Víctor Mercante (a mí me gustaba decirle Víctor Mercantil porque era una palabra más elaborada) entre vómitos y nebulizaciones.
El campeonato mundial y el adoquinazo fueron quizá los dos hechos que más me deben haber ganado la fama que tenía entre las vecinas. Esos dos hechos y mi obsesión con las bicicletas.
Lo del adoquinazo fue producto de mi inquebrantable voluntad para el trabajo físico. Ese trabajo consistía en aquella ocasión en arrojar adoquines (de los grandes e irregulares) fuera de la zanja donde correría red cloacal que se estaba tendiendo. Había muchos adoquines adentro de las excavaciones que habían rodado desde los bordes.
Mi furor para sacar adoquines era tal, (siempre quería ser el mejor, el más fuerte) que en un momento el adoquín que arrojé hacia arriba en medio de la seguidilla, no hizo la parábola necesaria para caer fuera de la zanja en la que estaba inmerso y que imaginábamos como una trinchera. El resultado de la falta de curvatura del lanzamiento fue que volvió sobre mí, dándome limpia y secamente en el cráneo. No sé si tuve una pérdida parcial del conocimiento, en todo caso me re hice enseguida hasta adquirir la petulancia de un héroe por la resistencia de mi cabeza que enseguida empezó a deformarse. Por largo tiempo la anécdota del adoquinazo se siguió comentando, sin dejar de referir que nunca en las inmediaciones se habían visto semejante chichón.
Es evidente que los del pozo y el episodio del adoquinazo son hitos que me han marcado. Sin embargo, lo que se ha sostenido más a través del tiempo es mi relación con las bicicletas.
Aún no sé cuál es el motivo del embrujo que siento por esa invención en el que el ser humano debe haber llegado a los límites de su ingenio o quizás simplemente tuvo la suerte de encontrar en una tarde feliz. Y no hablo de esas bicicletas ridículas o lo que fuere que se ve en los grabados del siglo diecisiete, de las cuales caerse debe haber tenido resultados desastrosos, sino de las actuales que con variaciones siguen manteniendo un sistema básico de funcionamiento. Me resulta hermoso ver las dos ruedas alineadas, los tenues rayos tan endebles cuando solos y tan resistentes cuando operan mancomunadamente sosteniendo en perfecta democracia el arco de la llanta. Y la potencia lanzada de la rueda cuando se le da tracción con la mano a los pedales de una bicicleta invertida, o el traslado de la fuerza aplicada a la palanca del freno a cargo de un extraño cable para hacer que los tacos aprisionen los bordes de la llanta. En fin, describir eso es como querer explicar algo cuya justificación excede lo razonable, algo de lo que a veces tiendo a perder el registro. Lo cierto es que desde que me acuerdo las bicicletas me encantan. De hecho, aprendí a andar de muy pequeño, a los tres años y sin la asistencia de las rueditas que solían acoplarse al eje trasero para evitar caídas de los que aún no habían desarrollado el sentido para mantenerse en equilibrio.
Era muy feliz cuando empecé a dar las primeras vueltas a la plaza frente al encanto de mi madre y la mirada atónita de Ezequiel y sus tres hermanos. Haber descubierto la capacidad de equilibrarme y darle tracción a semejante invento fue maravilloso, como todo lo ocurrido alrededor de las bicicletas incluyendo, claro, la llegada de Birgit. Pero todo a su tiempo porque aquello y en realidad todo, es cuestión de equilibrio y parece ser que este mundo requiere de la finura de un funámbulo para evitar tantos errores. Ese día demostré equilibrio montado sobre la pequeña bicicleta que me había regalado mi padre y empecé a adquirir confianza. La confianza devino en velocidad. Era muy difícil que se me viera circulando plácidamente por las veredas de la plaza, sino más bien lanzado sobre mis propios límites que según una novia de años, tenía completamente corridos. Pero yo sé que le encantaba cuando hacíamos el amor en el lavadero de la terraza de su edificio mientras su madre tendía la ropa.
La plaza aún hoy tiene una rotonda central (hace unos días volví a recorrerla después de tanto tiempo de estar fuera) conformada con las mismas baldosas amarillas que el resto de las veredas. Por fuera de la rotonda y sobre el césped hay unos bancos de cemento y piedra situados a unos cuantos metros uno de otro y debajo de un ligustro disciplinado donde solían conversar los jubilados. No sé si aún siguen con ese hábito. Era normal que algunos se sentasen en los bancos y otros permanecieran de pie enfrente de ellos y sobre el borde de la rotonda que se elevaba por sobre el nivel del césped unos veinte centímetros. Por esa rotonda me gustaba circular a buen ritmo manejando la fuerza centrífuga que producía girar aproximadamente siempre en el mismo radio.
Girar es una manera de entrar en el presente según los famosos derviches y eso es bastante normal en el comportamiento de un niño. Y la atracción por la velocidad y el vértigo creo que también. Esa vez descubrí los efectos devastadores de la fuerza centrífuga. Daba vueltas acelerando cada vez más, lo que, paulatinamente, me obligaba a aumentar el radio de giro. En determinado momento osé levantar la mirada que traía fija sobre la rueda delantera. Vi que el margen de error rondaba el cero. Estaba sobre el borde externo de la rotonda y muy cerca de donde conversaban los jubilados que (no sé por qué lo sé, pero estoy seguro de que fue así) esperaron atónitos el desenlace. El único espacio que encontré disponible para no estrellarme, fue el vano que había entre los que estaban parados en el borde de la rotonda y los que estaban sentados frente a ellos sobre el banco de concreto. Fue una maniobra desesperada y probablemente habría tenido un final feliz si solamente hubiera estado aquel desnivel de veinte centímetros entre la rotonda y el césped. Alcancé a pasar entre los inmóviles jubilados pero el salto en el desnivel me provocó un zigzagueo descontrolado. Seguí dando algún que otro barquinazo y como decía, quizá hubiera recuperado el dominio, pero quedaba aquel fatal talud que había apenas un poco más adelante. Allí la rueda delantera se clavó y giró noventa grados de un golpe, haciendo que mi menuda humanidad fuera despedida y proyectada considerablemente hasta impactar contra uno de los tantos rosales que adornaban la inolvidable plaza.
Hasta que el dolor ocurre, y eso tarda unos tres o cuatro segundos, uno queda a la expectativa de las consecuencias de lo ocurrido. Y hasta tiene tiempo de albergar alguna esperanza de que no haya sido nada. Generalmente no es así y ésta, después de semejante vuelo, no fue una excepción. Apenas sentí los ardores y el batir del sufrimiento comencé a ulular repetidamente hasta romper en llanto.
Después de un buen rato uno de los jubilados acudió para corroborar un poco lo que había sucedido. Me observó detenidamente y creo que trató de darme algún consuelo breve. Después volvió hacia el grupo que miraba.
Por suerte a la bicicleta no le pasó mucho. Es curioso que no se haya doblado la horquilla. Era de gran calidad, algo que mi padre atribuía a su origen italiano. Yo no recuerdo ninguna otra bicicleta tan liviana y con semejante capacidad de aceleración. Es evidente que el diseño y la terminación de “la italianita” eran inmejorables. A mí, a pesar de haber besado el polvo, me incitaba a andar a toda vela y probablemente recién me haya vuelto un poco más prudente después de aquella hermosa noche de verano.
El verano en los barrios tiene algo de acogedor, quizá porque es más fresco que en el centro y por el aroma de los árboles y el pasto. Eso da alegría y así me sentía yo esa noche, lleno de dicha y de ganas. Qué mejor que salir a dar una vuelta en “la italianita”. Como tenía las ruedas flojas yo le insistí a mi padre para que me las inflara a lo que él, (probablemente convencido por mi desenfrenado entusiasmo) accedió a pesar de haber caído la noche.
Nuestra cochera estaba al final de un estrecho acceso que pasaba por uno de los costados de la casa. Apenas mi padre me entregó la bicicleta en la cochera salí lanzado por el entusiasmo hacia la entrada de calle y cuando llegué, giré a la derecha sobre la vereda. Sentí la tentación que significaba tener casi toda la magnitud de la cuadra a mi disposición (mi casa quedaba cerca de una de las esquinas) y le abrí los portones a mi avidez insaciable.
Y así fue. El paso del aire en la oscuridad, la liberación de mi ingenua musculatura y la sensación de deslizamiento volvieron a seducirme. Todo se sostuvo hasta la fatal irrupción en la esquina.
En la esquina vivía Leiboso.
Leiboso era un gordo bonachón de poco hablar y de suerte modesta. Pero hay excepciones y de algún modo fue excepcional que en el momento en que yo ingresaba al territorio de su vereda, él estuviera saliendo en el más completo silencio y en la más cerrada penumbra. Yo no ví nada Y de cualquier manera no hubiera visto nada en ningún caso, con la vista adherida, como llevaba al inmediato suelo delante de la rueda.
Para mí no fue un gran golpe, al quedar amortiguado por el obeso muslo de Leiboso. Para él nunca lo sabré. Evidentemente su gordura lo debe haber ayudado. Si no sería muy difícil explicar su casi inmediata recuperación después de recibir el impacto de un bólido de considerable tamaño en una de sus piernas.
El buen Leiboso, lo recuerdo, en vez de retarme, se abocó al consuelo de mi sostenida letanía.
No tengo mucho más memorias de la italianita pero siempre la vi con admiración. Ella, en cambio, se mostraba distante, como preocupada por otras cuestiones de más importancia que ocuparse de mí. Yo era apenas un niño y aunque ella me correspondía por tamaño, no creo que haya hecho honor a su nacionalidad y me haya sido fiel como dicen de las verdaderas italianas.
Era roja y un poco frívola, demasiado para un sudaca como yo y por eso es que nunca supe donde fue a parar. Pero ojalá esté bien, aunque en estas tierras, sí éstas porque ya estoy de nuevo por aquí, es difícil que haya encontrado algo mejor.
Debo decir que mi relación con las bicicletas no se reduce a una enumeración de pequeñas desgracias. Hubo por supuesto muchas alegrías, alguna tristeza, lo de Birgit, y también acciones un poco reñidas con la ética.
Entre las últimas no puedo soslayar el producto de la tremenda confianza que tenía depositada en mí “el germen”. El germen era un vecino algunos años más chico que vivía en la cuadra. No había sido bendecido por ninguna habilidad física. Era un incapaz y tenía una voluntad y un espíritu de sacrificio infinitos. El germen que solía observar largamente mis evoluciones entre las ramas de los árboles del barrio, decidió que debía ser yo quién le enseñara a andar y sé que me sentí halagado por su elección. Pero también vi que era una oportunidad de intimar con su bicicleta y divertirme a costa de su capacidad para el sacrificio, su valentía sin límite y su inhabilidad natural. También había algo torvo en cierta esperanza mía de que la bicicleta me eligiera a mí, a pesar de no ser su dueño. Pero eso duró poco porque apenas la conocí me dije que eran tal para cual.
Ella era verde agua, modesta y rodado catorce. Se notaba su docilidad y su falta de pretensiones de modo que me di cuenta de que a lo máximo que llegaríamos era a una buena amistad, si yo no me excedía demasiado.
Lo primero que recomendé fue sacarle las rueditas, porque así no se `podía aprender nunca. Le aseguré al germen que podía montar tranquilo, que yo iría al trote detrás de él con mi mano apoyada en la parte inferior del asiento para tantear el equilibrio. Eso y solamente eso lo hice con seriedad. Rayaba el exceso de confianza tocar por detrás a la bicicleta de un amigo y no quise que se sintiera incómoda.
Inesperadamente el método enseguida comenzó a dar resultados positivos y noté que el germen podía sostener el equilibrio durante un buen tramo, de modo que en algún momento lo liberé a su suerte. Se mantuvo sobre la bicicleta todo lo que pudo, el difícil ángulo en que se inclinaba lo hizo acelerar. Resistió hasta que llegó a la curva correspondiente a la esquina. Pasó rozando la columna metálica de alumbrado y ya no hubo más opción para seguir que doblar si no quería ir a parar al medio de la calle, Entonces, haciendo un gesto con los brazos como de una zambullida, se lanzó de la bicicleta. Debe haber imitado lo que veía en las películas cuando los vaqueros saltaban de la diligencia.
El porrazo, felizmente no fue muy fuerte. Cayó a unos dos metros de la columna y a otros dos de la calle. Le pregunté si estaba bien y me dijo que sí, pero había algo en su modo de mirarme que me hizo dudar. Le dije que las caídas eran inevitables y que servían para fortalecer el ánimo, que ya iba a aprender a doblar, que esa sería la última lección que por ahora íbamos a enfrentar. Podría enseñarle a andar marcha atrás, pero era de profesionales y lo dejaríamos para mucho más adelante.
Todo lo que habíamos avanzado en cuanto a sostener el equilibrio en línea recta se vio empañado por la obcecación del germen en lanzarse de la bicicleta cada vez que llegaba a las inmediaciones de una curva y por mi falta de ánimo para volver a tocar el asiento Hubiera querido que esa costumbre durase para siempre. Traté por todos los medios de seguir disfrutando del dramatismo de ese recurso, pero todo entretenimiento termina más temprano que tarde. Alguna vez, por fin, se atrevió a permanecer montado al girar y después de algún que otro porrazo aprendió,
Me llenó de satisfacción y de justificada melancolía porque aquellos lanzamientos del germen iban tocando a su fin. Logré algunos resultados esporádicos obligándolo a maniobras muy arriesgadas pero el germen ya sabía andar y las malas experiencias le habían hecho tomarme el punto y saber hasta dónde obedecerme, por lo que las inolvidables tiradas desaparecieron para no volver.
Quedaron en el recuerdo, como “la italianita” que fue la bicicleta que más me fascinó, aunque nunca llegué a amar tanto como aquella por la que perdí el rumbo, o quién sabe.
Fueron pasando los años en aquél Saladillo que se vuelve difuso y gigante, como casi todo en el universo de un niño hasta llegar al Saladillo de mi adolescencia y hasta éste que veo cada mañana y que es ajeno después de tanto tiempo. Tanto tiempo de andar rodando hasta este retorno. Con suerte, creo.
Después de “la italianita” el hermano de Ezequiel me dio su bicicleta que le quedaba chica. Era verde, un poco raquítica, inexpresiva y rodado veinte. A mí me parecía muy grande pero a Ezequiel que se había estirado prematuramente no le servía, de modo que me la prestaron hasta que creciera. Eso decían, pero ahora me doy cuenta que era una expresión de deseo porque yo era muy musculoso y mi cuerpo tenía la fisonomía de los que van a ser de poca estatura. No creo que a mi madre la convenciera mi tremendo torso, mis piernas arqueadas y el balanceo en el andar. Ezequiel me sacaba una cabeza y a mi madre eso, estoy seguro, la mortificaba un poco. Pero también estoy seguro que se consolaba con mi infinita inteligencia y mis geniales reacciones, que en cambio eran el escándalo de las vecinas de pelo enrulado, cejas delineadas y labios rojos como una cresta de gallo.
A mi padre que siempre fue chapado a la antigua, no le gustaba que anduviera en bicicleta ajena y como casi enseguida yo di el esperado estirón (lamentablemente mis proporciones antropométricas no variaron) me compró una de un rodado apenas más chico que el de la que le habían comprado a Ezequiel.
A decir verdad, el padre de Ezequiel, (ordenado hasta lo maníaco) le había propuesto que compraran juntos para abaratar costos. En la cuadra solía hacer largas arengas respecto del novedoso cliché definido como “economía de abundancia”. Había que tener de sobra y sobre todo había que tener poder financiero. Y su mujer imbuida de esa filosofía, acopiaba mercadería imperecedera como para afrontar una guerra atómica.
A mi viejo le gustaban sus ideas, pero siendo empleado raso de frigorífico le era difícil aplicarlas. Además, en el fondo no le entendía mucho, pero le encantaba que el padre de Ezequiel le prestara tanta atención, como al funesto cura del barrio que nos tenía a todos amenazados con la ira del señor.
Accedí a una bicicleta rodado dieciséis, apenas uno menos que la dieciocho de Ezequiel y alcancé a percibir la alegría fraternal que generaba esa sociedad de cuatro: nuestros padres y nosotros mismos. Pero esas dos bicicletas, especialmente la que se me asignó, nunca fueron amistosas. Y visto desde el tamiz del tiempo me queda un sentimiento de resignación por lo que pudo ser y nunca fue.