Era el 7 de marzo, lo recuerdo bien porque coincidían dos eventos importantes para mí: coordinaba una mesa en unas jornadas clínicas sobre toxicomanías y psicoanálisis y casi a la misma hora llegaba mi sobrina mayor, Magdalena, desde Rosario para hacer un curso de escaparatismo durante 7 meses.
No hacia demasiado tiempo que el coronavirus había irrumpido en nuestras vidas, en esas fechas aun discretamente.
En la ciudad ya se habían anulado algunos eventos importantes por precaución, eso decían los expertos.
La “Barcelona mès guapa” empezaba a crujir.
Fueron unas jornadas brillantes e hice tiempo de ir a recoger a Magdalena al aeropuerto.
Luego pasaron cuatro o cinco días de los de antes, de los de la antigua normalidad hasta que recibí una llamada: un colega argentino residente en Ginebra y asistente a las Jornadas estaba ingresado con coronavirus. Un chico majo con el que como dos buenos argentinos estuvimos a los abrazos y a los besos.
Ese fue el punto de partida de estas crónicas que escribí diariamente durante el tiempo del confinamiento al que primero me sometí por voluntad propia y más tarde obligado por las autoridades in/competentes.
Lo comentamos con Miriam, mi novia, y decidimos empezar nuestra cuarentena. Pensamos que si llevábamos días durmiendo juntos ya estaríamos los dos contagiados, haciendo gala, nosotros, de ese “noentendernada”, que poco a poco se apoderó de todos los entendidos en la materia.Pau, el hijo mayor de Miriam, volvió de Madrid para confinarse con nosotros. Así pues, los cinco nos dispusimos a pasar la cuarentena en casa: Miriam, Magu, Pau, la Zarpi, la gata de Miriam, y Yo/mismo, significante que al pasar de los días tomó todo su peso tragicómico, el Yo/mismo digo.
Las siguientes crónicas, o relatos, no sé bien como llamarlas, son un reflejo de los estados de ánimo a los que la experiencia del confinamiento me empujó: un alocado vaivén entre la incredulidad, el miedo, la angustia, la rabia y la impotencia. Recogen también las extrañas situaciones de la vida cotidiana a las que nos vimos obligados a vivir por la presencia amenazadora del virus y sobre todo por las medidas que los “expertos” tomaban siempre en aras de nuestro “bien”.
Aunque más allá de los avatares con mis compañeros de confinamiento, para mí, lo verdaderamente insoportable fue el encuentro salvaje con mis propios asuntos, con aquellos de siempre, con el inefable “conmigomismo”. Eso fue lo imposible de gambetear, término futbolístico argentino que viene a decir “imposible dejar atrás”.
Esa fue la verdadera y cruda experiencia de la que aún no me recupero, el tan temido encuentro con el “conmigomismo”. Y si bien el humor y la escritura me ayudaron y me ayudan a escalar cada día la rampa de la existencia, no dejaba, ni deja, de ser eso, una gran cuesta arriba que debo escalar cada día.
Más tarde comprobé y no sin asombro, que a no todos les pasó lo mismo, en los encuentros con algunos vecinos y amigos caí en la cuenta que no querían salir del confinamiento por lo bien que se encontraban. Raro, ¿no?
¿Cómo hicieron para soportar el silbido atemorizador del sobrevolar del Tánatos sobre sus cabezas?
Yo, a todas luces, por si aún cabe la aclaración, no fui de esos que tan bien se lo pasaron en el cautiverio.
Lo mío fue un estar entre mal y peor, con la hipocondría en pleno estado primaveral gracias al crudo invierno y con todos mis síntomas otoñales habidos y por haber recrudecidos por el estrés que me causaba la situación. ¿Causaba he dicho?
Quiero aprovechar esta introducción para agradecer a mis compañeros de confinamiento la paciencia que me tuvieron, y que algunos deberán seguir teniendo.
Pensar en las crónicas aquí recopiladas y sentarme a escribirlas se convirtió en el oasis del desierto de deseo y entusiasmo en el que me vi envuelto. Y en un descanso para mis cohabitantes.
Quizás sí el virus se hubiese extinguido o una vacuna milagrosa nos hubiese ya sacado de esta pesadilla, este libro nunca hubiese visto la luz.
Pero la cosa sigue, fue entonces cuando decidí, junto a mis amigos de siempre y de ahora, adentrarme en la aventura de publicar estas crónicas. Es, para mí, la buena manera de seguir vinculado con ellos, con las palabras, con el silencio de las calles vacías, con el intento de soportar el sin/sentido al que nos vemos enfrentados, con la ardua tarea de existir y con un compromiso de denuncia por lo que el virus vino a desvelar sobre el mundo en que vivimos.
La aparición del virus, una contingencia como cualquier otra, dejó al descubierto la mayor de las infamias humanas, la verdadera epidemia en la que vivimos hace ya mucho tiempo: la política/económica.
Una de las tantas cosas que el virus develó son las penosas condiciones de vida y las terribles desigualdades que el sistema capitalista desregulado global y su herramienta, el neoliberalismo han generado.
Esa es la verdadera epidemia que tiene de rodillas a todos nuestros gobernantes; salvo muy, muy pocas excepciones.
Sean de Izquierdas o de derechas, lo que ha quedado develado es la desaparición de las ideologías, de los antiguos relatos. Solo el amo capitalista y su dios dinero tomaron y toman las decisiones sobre la urgencia sanitaria.
Expertos, estadistas, epidemiólogos, farmacológicas, medios de comunicación, tod@s rendidos al mercado.
Mención aparte y hablando de mercado, merece mi ciudad de elección, Barcelona, donde decidí vivir hace ya más de 34 años.
Vivimos hace tiempo bajo lemas como “Barcelona mes que mai”; o el “Barca es más que un club”, o “Barcelona posat guapa”, o “Barcelona la botiga mes gran del mon”, o himnos grandilocuentes como aquel que reza: “Barcelona tiene poder”.
Siempre soñando con ser más, más en todo, más europeos que los españoles, más europeos que los europeos mismos, siempre más. Más y mejores.
¿Y caído el telón qué tenemos?
Que mi bellísima ciudad con su enorme riqueza cultural vive ahora sostenida económicamente por la industria del ocio nocturno, por el turismo masivo y su consecuente especulación inmobiliaria, por el majestuoso proyecto del 22@, por la cocina gourmet, por los restaurantes de lujo, por cientos de tiendas de souvenir, y un sinfín de locales con actividades orientadas al viajero, al consumo de todo tipo de objetos innecesarios. Hace ya tiempo que los ciudadanos que no vivimos del turismo y del ocio quedamos fuera del juego. Los vecinos nos convertimos en una rara raza en extinción.
¿Qué tiene que ver esto con las crónicas pandémicas?
Es que no dejo de preguntarme porque España es uno de los países más afectados por el virus y dentro de España porque Barcelona una de las ciudades con más infectados y con más índice de mortalidad.
¿Sera también por la política del “siempre más”?
Barcelona hace años decidió dedicarse a ser escaparate y tienda para el mundo; llegamos a estar en tercer lugar de ciudades más visitadas, y eso en tiempos de pandemia se paga. Y caro. Sobre todo, si las decisiones se toman desde el funesto neoliberalismo.
Y como si esto fuera poco tenemos también, no sea cuestión que nos salvemos de algo, las pasiones nacionalistas, esas mismas pasiones que hicieron que los gobiernos nacionales y autonómicos ahondaran sus diferencias en momentos tan trágicos en lugar de intentar la unión necesaria para hacer frente a la emergencia sanitaria.
Estas son, para mí, y desde el atalaya de mi querido barrio del Born las cuestiones que nos han erigido en los reyes del coronavirus y que alimentan mi temor, mi rabia y mis ganas de escribir.
El siempre más.
Es lo que me da pavor, la pasión del ser humano por el más, y no lo que la naturaleza nos manda