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De ningunicidios y perejilcidios

Opinión / Por Miguel Culaciati

Ya bien afirmaba Manuel Belgrano hace más de dos siglos “Parece que la injusticia tiene en nosotros más abrigo que la justicia. Pero yo me río, y sigo mi camino…” Estuve ausente de la ciudad de Rosario por apenas tres semanas. Al regresar saludo a mi madre y no puedo dejar pasar la impactante noticia que observa en su televisor: “Violencia imparable, asesinan en horas a tres mujeres y ascienden a 210 los crímenes en lo que va del año”.

Si hacemos el mínimo ejercicio de colocar las palabras “noticias-homicidio-Rosario” en el buscador de Google, las noticias que aparecerán nunca tienen más que horas o a lo sumo un par de días de publicadas. No resulta exagerado entonces el título del noticiero: la violencia en Rosario es imparable, es tremenda, es horrible. Impensada treinta años atrás. La muerte presente a diario con sus inexorables derivaciones: dolor, angustia, frustración, pobreza, emigración.

Aunque, por cierto, pareciera que existieran diferentes escalas y categorías de muertes en esta realidad argentina penosa y lacerante. Existen por un lado los magnicidios que tienen que ver, que involucran a las personas que se consideran, que se autoperciben de un nivel superior a los demás, a los comunes. Se trata de los “magnos” que supimos conseguir y que cuentan con esquema de custodia, guardaespaldas, autos blindados y, cómo no, con abundante riqueza a salvo de toda crisis y proveniente de lo que les aportan sus representados, los comunes o, más bien, casi súbditos.

Ellos se autoperciben magnos, es decir superiores, excelsos. Lejísimos, a años luz de lo que marca le letra de nuestra Constitución: servidores públicos temporales. Así entonces tenemos esta categoría “magnicidio” cuando se trata de los integrantes de esta nueva casta de tintes feudales derivada de la degeneración del sistema representativo y por otro lado cabría preguntarse cómo deberían denominarse entonces los asesinatos de los ciudadanos rasos? Y no hablo de los ajustes de cuentas entre traficantes que bien podríamos denominar “narcocidios”,  sino de las centenas de muertes de personas de bien que sufren cada día la violencia, el atraso, la injusticia, el abandono total por parte del Estado y de los políticos que tanto declaman quererlos y cuidarlos.

Habría que aplicar sin dudas algunos neologismos para esas otras muertes: la del chico muerto en ocasión del robo de su mochila, la de una mamá muerta mientras acompañaba a su hija en la parada de un colectivo, la de  un muchacho que acompañaba a sus padres hacerse diálisis a un hospital, la de un trabajador derribado de su moto o la de un anciano masacrado a golpes.

Para esas muertes podrían aplicarse entonces términos como “ningunicidio”,  “perejilcidio” o “nadiecidio”. Esas muertes no son magnas, esas muertes no importan, no inquietan, no cuentan.

Esas muertes son el producto de la desidia,  de la inobservancia reiterada de la Constitución, contrato social que impone reglas éticas y contrapesos para cuidar al pueblo soberano que termina siendo usado, traicionado y empobrecido.

Duele esta sociedad porque todavía hay muchísima gente qué piensa más en dar que en recibir pero pareciera que el sistema en su perversión se blinda para que mayoritariamente lleguen aquellos que ven en el Estado un botín a parasitar o a saquear.

Y así como comencé esta reflexión idealista al paso con una frase de Belgrano, la termino con otra del creador de la bandera a orillas del Paraná : “Que no se oiga ya que los ricos devoran a los pobres y que la justicia es sólo para aquéllos…”